Archivo mensual: febrero 2011

Mary Wollstonecraft Shelley – Frankenstein o el moderno Prometeo

Hola, ofidios.

Tras haber leído por segunda vez este clásico de la literatura debo reafirmarme en la impresión que ya me dejó hace años: nos encontramos ante un libro que debería ser casi de obligada lectura por el tratamiento que hace del bien y el mal y su relación con la condición humana. Esto permitiría espantar la más bien triste, por no decir ridícula, representación que el cine ha dado de la criatura. Visionando las viejas películas relativas a la obra de Wallstonecraff Shelley, y sobre todo las ‘canónicas’ de la Universal, uno se hace una idea de que la criatura es un ser de temperamento bondadoso pero de mente débil, un patético engendro creada por un genio más o menos loco.

Pero en el libro no hay eso, sino mucho más.

La obra de Wallstonecraff Shelley se basa en la confrontación de dos indudables protagonistas, ninguno por debajo del otro, ambos geniales y prodigiosos:

  • Por un lado tenemos a Víctor Frankenstein, un hombre de inteligencia fuera de su tiempo, que se hunde en el odio.
  • En el otro lado nos encontramos a la criatura (me niego a citar la página que de la criatura hay en la wikipedia española, porque es un ejemplo de porqué mucha gente odia esa web: está bandalizada y con una contenido inexacto, trivial y horriblemente redactado), un ser asilvestrado de impresionante evolución, de la nada al bien y de allí al amargado mal.

Del enfrentamiento de ambos personajes surge una historia donde uno no puede decir quién es realmente el monstruo y quién no. El libro es un tour de force de depravación de ‘lo humano’, un hundimiento en las simas de lo retorcido . Por un lado lo protagoniza un supuesto ser humano que en su vanidad y egoísmo abandona toda esa caridad que al principio enarbola como propia; por el otro una creación supuestamente inhumana que en su intento por acercarse a la sociedad hace propios los más graves defectos del hombre.

La evolución de Víctor a lo largo del libro es en su casi totalidad descendente: de culto y digno de respeto científico a un casi despreciable egoísta, sólo preocupado por su bien y el de los suyos, un irresponsable miedoso incapaz de afrontar sus actos. A base de esfuerzo y dedicación su saber sobrepasa los campos en los que se especializa, anatomía y la medicina, y gracias a su inspiración alquímica llega a emular a Dios. Pero si bien con al tiempo su capacidad creadora crece hasta convertirle en un demiurgo, su personalidad como ser humano no iguala esos progresos: Víctor se comporta como un crío, irresponsable y egoísta. Incapaz de enfrentar las consecuencias de sus acciones, se niega a tomar responsabilidad alguna; peor aún, reniega de la misma, la abandona cobardemente desde un primer momento y, una vez la misma le busca y le explica su triste existencia, en primera instancia le niega auxilio alguno. Víctor se convierte en ejemplo de corrupción moral a la que el mal entendido (y exacerbado) sentido de la familia puede llevar.

La criatura desde el principio se nos presenta como algo triste, desahuciado de la sociedad. En su primera aparición, tras su nacimiento, demuestra una timidez casi infantil ante su creador, no atreviéndose siquiera a perturbar el sueño de Víctor (un cuya primera reacción ante la criatura se reduce a odio y repulsa, algo de lo que la criatura es consciente). Así, sintiéndose repudiada se aleja de su creador y se sumerge en lo primario, en lo más básico de la naturaleza animal. Gracias a una inteligencia poco menos que pasmosa (en ningún momento justificada en el libro, lo que le da un carácter prodigioso, casi divino) pasa en unos meses de comportarse como algo primario y animal a moverse según las necesidades de un auténtico ser humano normal, compañía, amor y respeto como individuo. Esa necesidad de ser y sentirse útil devendrá en frustración, lo que le llevará a conocer y hacer suyo el lado oscuro del ser humano: la envidia, el rencor que lleva al odio, y en última instancia la venganza.

Llega un momento de la novela en el que la criatura se convierte en la conciencia de Víctor, sacando a la luz esos remordimientos, esa culpa que Víctor se niega a admitir: ha realizado una obra, pero de mala factura y peor finalización. La criatura, a su manera brutal y directa, exige al creador que perfeccione su obra, que la acabe, aunque sea sólo dando a su Adán una Eva con la que soportar esa soledad, a satisfacer una para la que Víctor sí tiene derecho (casarse con Elisabeth).

Un detalle a tener en cuenta es que en ningún momento la criatura recibe un nombre: Víctor no se lo da, y la criatura tampoco se aplica uno a sí misma. El nombre propio humaniza, acerca. La ausencia del mismo mantiene la brecha que la separa a la criatura con la humanidad, e incluso la agranda: todos (niños. Jóvenes y ancianos, pobre y ricos, extranjeros y locales) poseen un nombre que los identifica respecto a los demás, un nombre que los vuelve únicos y que permite a sus congéneres dirigirse a ellos. Por el contrario, la criatura no posee nombre, no alcanzando esa cualidad humana de proximidad. Incluso los animales domésticos tienen nombre. Él no. Nace de restos de seres humanos, pero pasa toda su vida desvinculado de la humanidad de la que surgió, ni siquiera unido por algo tan simple como un nombre.

En esta novela los escenarios de catacumbas húmedas y castillos típicos de la novela gótica mutan en estudios llenos de restos de cadáveres y material científico, en cobertizos anexos a casas y en parajes helados (montañosos o polares).

De igual manera los fantasmas y presencias atormentadas son sustituidos por los propios personajes, cada uno sumido en su infierno personal, un infierno alimentado tanto por su conciencia como por el contrincante. Las referencias a la religión y lo eclesiástico que en otras novelas constituyen un punto importante del drama aquí se laicizan, conjurando una visión casi atea del conflicto. Aquí no se enfrenta el hombre contra Dios, sino el hombre y su intelecto frente a sus actos y la responsabilidad ante los mismos. No hay malvados clérigos, orgullos y prepotentes, castigando a inocentes en nombre de un mal entendido dios, sino dos entes sabios (cada uno a su estilo) que se reprochan mutuamente horrores y debilidades que con un mínimo de entendimiento (salvando los escollos de los antes citados orgullo y prepotencia humanas) podrían haber solventado.

Tampoco existe para los protagonistas el premio del matrimonio: al contrario, la boda deviene en un nuevo crimen. Nadie tiene derecho a la felicidad tras emular a Dios.

Un detalle que me llama la atención es que los protagonistas son de Suiza: los marcianos europeos. Un suizo para un europeo continental es lo mismo que un canadiense para un norteamericano, una criatura rara. Si bien otras novelas se ambientan en los recurrentes países mediterráneos (España e Italia, llenos de pasión y oscurantismo religioso), en ésta se huye de ellos, para situarla en el país aislado por excelencia de Europa. Las únicas localizaciones importantes, más allá de los montes suizos, son precisamente otras regiones aisladas: la devastada costa de Escocia y la no menos asolada y oscura de Irlanda (con un nuevo referente a la religión católica). Como se ve, todos los escenarios distan mucho de parecerse a los civilizados Londres o París (la única ciudad no suiza de importancia que aparece en el libro como localización importante es Ingolstadt, si bien no nos la describe casi nada). El horror y la oscuridad no entran en la civilización sosegada y racional, sino que se mantienen aislados en los lugares remotos o, como en el caso de Suiza, en territorios que de manera voluntaria han dado la espalda al resto de países europeos.

Unos pocos comentarios ‘científicos’:

  • Me da algo de pena el que Wallstonecraff Shelley no hubiera nacido un par de generaciones más tarde, para poder escribir su relato bajo la luz de las leyes de Mendel. Seguro que hubiera creado una obra muy diferente, puede que incluso mejor aún (en la obra se hacen un par de referencias a ‘qué surgiría de la unión entre la criatura y su posible pareja monstruosa’).
  • Otro detalle que llama la atención en la novela es el tamaño de la criatura. Siempre se habla de su enormidad, de su tamaño descomunal. Pero, si está creado a partir de seres humanos normales, ¿cómo es que de juntar pedazos normales surge algo descomunal? Muy genio de la anatomía debería ser Víctor para juntar músculos y huesos hasta el punto de poder agrandarlos. ¿O usó sistemas de alargamiento como los actuales? 😛
  • Lo que no hace falta justificar, dado que entra dentro de ese aspecto alquímico en el que se basa el arte de Víctor, es el tema del rechazo de tejidos. Ya obviará ese tema posteriormente Lovecraft en su relato ‘Herbert West: reanimador’, obteniendo un magnífico relato.

Para resumir, Frankenstein no es una historia de monstruo, sino de monstruos: dos, a cual más patético. Un duelo inolvidable a intenso, que marca al lector y le hace reflexionar sobre la responsabilidad ante las consecuencias de sus actos.

Se merece un ineludible ocho, y no se lleva más por el a veces excesivamente enrevesado estilo de escritura.

Adiós.

Mathew G. Lewis – El monje

Hola, culebras.

Leí esta obra de Mathew G. Lewis hace ya casi quince años (lo compré recién reeditado por Círculo de Lectores en 1996), y recuerdo que me gustó, pero no del todo: su linealidad y lentitud me dejó un poco insatisfecho.

Pero eso sucedió hace 15 quince años. Ahora lo he disfrutado mucho más, de igual manera que he apreciado mejor sus defectos.
Entre lo bueno, y comparado con el anterior clásico goticoso que he leído, El castillo de Otranto, la mejoría en cuanto a estilo y forma es indudable. Lewis nos recrea una atmósfera y unas situaciones bien descritos y mejor ambientados (algo que tiene mucho más mérito si se tiene en cuenta que el autor era un veinteañero). El culmen de lo gótico se puede decir que lo encontramos en la intensa y lúgubre narración final de Inés: una magnífica ambientación de una escena por completo gótica, en la que hay numerosos detalle tétricos e incluso morbosos (la vida tras la muerte en Inés, y al revés con su bebé, la catacumba, la tortura moral mezclada con el remordimiento, la depravación de los carceleros, la podredumbre, que alcanza sus cotas máximas con las muestras de amor de la madre hacia el cadáver putrefacto de la criatura). Otra de las narraciones a destacar es la del marqués de las Cisternas: la historia de cómo llega al castillo, de lo que sucede en el mismo y posteriormente me parece por sí sólo un perfecto ejemplo de cuento gótico, cuento cuyo clímax llega en la posada con la aparición de ese supuesto judío errante, figura que a mí me recuerda más al Caín bíblico, condenado a vagar con la marca de Dios en la frente, repudiado por el resto de personas.

El relato del marqués llena gran parte de la primera mitad del libro haciendo que muchas páginas el monje, ‘supuesto’ protagonista de la novela, pase a un segundo plano. De hecho Ambrosio no destaca como centro de la misma hasta bien pasado el primer tercio de la obra. Sin embargo a partir de ese momento su figura resurge como un catalizador de la depravación… y del patetismo. Depravado porque acoge con gusto y abusa de todo lo que Matilde le ofrece; patético por la extrema facilidad que con olvida aquellos valores que le hacían parecer santo a sus congéneres. A raíz de esa dualidad Anselmo me ha recordado a dos personajes con ambos caracteres, uno malvado y otro patético. En el lado malvado a Dorian Grey, un ejemplo de la depravación enmascarada en forma de belleza o virtud; en la vertiente patética al bíblico Adán, esa figura débil y penosa que no supo obedecer la única regla de Dios, y que aparte de pecar con extrema facilidad ante la tentación de la serpiente, se permitió el lujo de acusar a Eva (que aquí es Matilde) de su error. La debilidad de Ambrosio se hace patente casi desde el primer momento, dado que el autor deja entrever el orgullo del supuesto santo. A mediados de la novela, una vez que ya ha caído en los brazos de Matilde, el autor se desdice de la supuesta santidad, pintando a Ambrosio como una persona cuya ‘pureza’ se debe a su aislamiento con respecto a la realidad fuera del convento: la virtud se consigue a través del aislamiento, y ante la presencia del mal el hombre santo cede y peca con facilidad.

Matilde en la novela no sólo hace las veces de Eva, virtud engañosa, sino de la propia serpiente del Génesis, del puente hacia la perdición. Ella, al igual que Ambrosio, posee una naturaleza dual, de maldad y patetismo. Su maldad es obvia, llevando al santo varón por el camino del crimen y la perversión; su patetismo aparece en forma de dedicación abnegada, de un servilismo hacia Ambrosio, incluso cuando éste ha dejado bien claro que la desprecia.

¿O no se trata de servilismo? ¿Matilde es una persona… o un avatar de Lucifer, un instrumento del diablo para derribar la torre de santidad que representa Ambrosio? La verdad es que Ambrosio se adentra en la espiral descendente gracias a Matilde, y la presencia de ésta junto al monje sólo sirve para acelerar ese descenso, culminando con la venta de su alma. ¿Habría caído Ambrosio sin la presencia de Matilde?

La aparición de Lucifer supone en la novela el punto álgido, y sin duda el más engañoso y tramposo (por parte del autor): en él se descubre el origen del personaje, algo que resulta fallido por la propia naturaleza la fuente. ¿Se pueden creer las palabras del señor de las mentiras? ¿Realmente la puerta se iba a abrir para liberarle (en ese detalle me gustaría saber si había leído Poe esta obra antes de escribir ‘El pozo y el péndulo‘)? ¿De verdad era hijo de quien dice Lucifer que era hijo, y hermano de quien se supone? Con Lucifer no hay manera de estar seguro… pero sin lugar a dudas de esa manera el autor se quita de encima el problema de descubrir el origen de Ambrosio.

Los protagonistas femeninos sólo están para sufrir, para padecer y (en el caso de dos de ellos) morir. Los masculinos para mostrar un aspecto aguerrido al tiempo que débil (esos desmayos y debilidades enfermizas que se suceden en cuanto se dan cuenta de los destinos de sus amadas).

Si algo que se le puede agradecer a la obra es su valentía: la manera en que no teme mentar a la iglesia y la biblia, mostrando que en su seno  no todo son santos y piadosas criaturas, sino que dentro de ella cabe la perversión, la maldad y el asesinato. Si hablar así de la iglesia ahora mismo puede suponer un problema, hay que ponerse en la piel de una persona de finales del siglo XVIII, cuando la Iglesia tenía tanto poder como el estado, o más si cabe. Lewis tuvo un enorme arrojo al publicarlo. Sí, lo hizo como anónimo y no hizo público su nombre hasta que el éxito de la obra obligó a una reedición (parecido a lo que sucedió con Walpole), para obtener réditos de la misma.

Para acabar este pequeño comentario habría que hablar del ‘timing’ de la novela: en él se nota la inexperiencia del autor, así como las prisas (diez semanas) con las que la escribió. En una primera parte el autor demuestra su incapacidad de dosificar las historias, incrustándonos la de Raimundo a modo de discurso extenso, demasiado extenso (y a saber si con cierto carácter onanista). Tras esa perorata entra en acción Ambrosio y, entre sus fechorías y las desgracias que les suceden al resto de protagonistas, se habla del paso del tiempo de manera incoherente (por un lado se habla de semanas de recuperaciones, viajes y esperas, por otro los acontecimientos aparecen de forma casi lineal). Pero gracias al increscendo de la historia ese detalle se disimula sin mucho problema.

El resultado final satisface mucho más ahora en esta segunda lectura. Sin duda El monje es una obra mejorable estilísticamente, pero aun con todo una lectura muy digna, lo que la hace merecedora de un merecido ocho.

Un saludo.

Ramsey Campbell – Cartas malditas

Hola, culebrillas.

Tras varios años regreso a Campbell con este Cartas malditas. La última vez que tuve en mis manos un Campbell se trataba de El parásito, libro que por desgracia perdí y no pude acabar de leer, y eso que me estaba gustando bastante (con lo que, si alguno me lo quiere regalar le esteré muy agradecido).

De entrada el título me recordó el modesto pero efectivo Imágenes malditas, del que tengo un agradable recuerdo (más aún para tratarse de la primera novela de Campbell que leí), pero por desgracia a medida que la novela avanza las semejanzas se limitan a eso, al título. Y si uno se fija en el original inglés, Obssesion, ni en eso.

Pero la verdad es que el título inglés, Obsesión, si que encaja a la perfección en lo narrado en el libro, que se reduce principalmente a una única idea: el ‘Corazón delator’ de Poe, alargado y ampliado con algunos toques sobrenaturales. Y es que en el libro no hay más. Sí, está el maravilloso y agobiante toque Campbell, presentándonos a unos protagonistas cada vez más sumergidos en la angustia, con una vaga pero opresiva sensación de estar perseguidos y observados, pero poco más. El libro al final defrauda, recordándome (y sé que suena casi a pecado) al Demogorgo de Lumley. Sí, pone los pelos como escarpias la asociación, pero es que realmente me vino a la cabeza una escena de ese engendro de libro.

Sin lugar a dudas nos encontramos con un  Campbell menor, muy distante de esa auténtica maravilla que es El sol de medianoche. Una pena. Le otorgo un 6 y casi que me parece demasiado.

Adiós.