Archivo mensual: septiembre 2014

Matthew Stokoe – Vacas

Hola, culebras.

Me atrevería a decir que me lancé a este Vacas de Matthew Stokoe poco menos que buscando en él una tabla de salvación. La anterior lectura me dejó tan cabreado y tan exhausto que necesitaba algo de verdad visceral y catártico para pasar página. Y para ello creí oportuno este libro. El tomito llegó a mí hace cosa de un mes de pura chiripa: me lo regaló un compañero de trabajo porque tenía una serie de libros heredados que no quería. Vamos, como llovido del cielo: deseaba sumergirme en un mar de sangre, locura y rabia, algo que me hiciera olvidar lo que había leído. Perfecto.

Matthew Stokoe - Vacas

Matthew Stokoe – Vacas

Encasillar a Vacas dentro de un género concreto supone un poco de reto. En el texto se mezcla el sadismo y el gore con la fantasía de toques alucinatorios; no encaja dentro de lo que yo suelo llamar terror, pero juega con la repulsión (una repulsión que no sólo nace de lo escatológico sino –y aquí uno de sus mayores éxitos como obra– de lo cruel y sinsentido) de una manera que me recuerda un poco a Barker. Debo dejar claro que no frecuento el gore, ni en lo literario ni en lo cinematográfico, por lo que a lo mejor esto que me ha sorprendido y agradado quizá encaje en ‘lo normal’ para un habitual del género. Pero la reseña la hago yo –y sólo yo– desde mi punto de vista, y como tal la pongo.

Aviso que voy a desgranar detalles de argumento. La reseña me lo pide. Ale, estáis advertidos.

Vacas puede suponer un revulsivo para alguien acostumbrado a la narrativa standard, y sin lugar a dudas el libro no está destinado a estómagos débiles ni mentes impresionables. A través de un lenguaje oscilante (mezcla lo directo y llano, a veces burdo, con lo poético o místico) el autor nos arrastra a descubrir la miserable vida de un adolescente, Steven, encerrado desde su nacimiento en un piso por su madre sobreprotectora y sádica. A través de escenas llenas de sadismo, escatología y desprecio por el prójimo (e incluso por la propia persona) viviremos una pequeña epopeya del chaval hasta su realización como individuo.

El primer personaje que nos golpea en el rostro con ese abanico de repugnancia es la madre. Su figura posee tal desproporción en cuanto a maldad y sadismo que jamás se nombra por su nombre de pila (algo que sí ocurre en el resto de personajes), recibiendo sólo apelativos como Mala Bestia y otros similares. Viviendo encerrado, siempre bajo la amenazante sombra de su madre, Steven ha acabado convertido en un desecho social, una criatura que apenas se considera a sí mismo humano. En una dura y descarnada crítica de la sociedad consumista americana, una televisión plagas de telefilmes, culebrones y anuncios se convierte en la única relación entre Steven y la realidad exterior. A eso se unen sus las escapadas furtivas a la azotea de su bloque, desde la que contempla la ciudad casi como si se tratara de un paisaje alienígena. El chico contempla desde su atalaya la ciudad y sueña con sumarse alguna vez a esa forma de vida que ve en la tele. Pero en el fondo, desde el primer momento, sabe que el lastre que ha supuesto su existencia con su madre le ha deformado; así, más que equipararse con los protagonistas de su sueño sabe que como mucho llegará a lograr una parodia del mismo.

Junto a Steven y la Mala Bestia pasan por la novela otros personajes, a cual más alienado. La vecina del piso de arriba, Lucy, una chica con una obsesión enfermiza por la supuesta existencia de tumores internos dentro del cuerpo de todos los seres vivos. Si Steven contempla la sociedad externa desde su televisión y anhela igualarse a ellos, Lucy visiona videos quirúrgicos buscando la manera de purificarse de la mancha que la sociedad introduce en los cuerpos de todos sus miembros. La chica piensa que la contaminación, y la propia maldad innata de esa sociedad, generan tumores escondidos entre las vísceras en todo ente vivo. Luego está Cripps, el encargado del matadero donde Steven entra a trabajar, un individuo sádico, lascivo y hedonista que tienta y ofrece al chico hacerse matarife. Cripps personifica la barbarie indolente del hombre moderno, la búsqueda del poder y el placer a cualquier precio: el hombre como rey de todo, un tirano que demuestra su poder sobre la creación a base de muerte, tortura y sometimiento.

La sinergia de estos personajes arrastra a Steven a una aventura de tintes oníricos gracias a un grupo de vacas que ha huido del matadero. Gracias a esa relación tan especial con las reses y Guernesey, su cicerone, el chico iniciará una evolución. En ella abandonará su status de sometimiento a su madre para para, a través tanto de Cripps como de Guernesey, lograr reivindicar su yo y arañar el sueño de vida televisiva.

La novela muy bien puede dividirse en tres partes, siendo la peor la central. En una primera sección nos vemos avocados a descubrir el horror y la repugnancia de la vida de Steven. El autor nos arrastra a un carrusel donde la depravación, el terror, la repulsión, la desesperación y la crueldad nos llegan una manera desnuda y directa. El lector no tiene donde esconderse; algunas páginas suponen auténticos mazazos directos. Entre ese despliegue de salvajismo nos encontramos con escenas en las que el patetismo acaricia alcanza partes iguales lo tierno y lo enfermo, como por ejemplo lo narrado en el capítulo diez (que me parece de lo mejor del libro). De la mano de Steven y Lucy nos arrastramos por sus vidas furtivas y enfermas, huimos y retamos a Mala Bestia, nos quedamos desconcertados ante Cripps, Gummy (un personaje de poca extensión pero que dará juego) y el resto de animales humanos del matadero. ¿Destino? La superación personal, la reivindicación del yo dentro de un mundo enfermo y cruel. ¿Cómo? Sangre, sudor y semen. Así, tal cual. Esta parte culmina con dos escenas de catarsis: por un lado al fin se consigue reivindicar el yo; por otro, de manera poco menos que contrapuesta, la integración en el grupo. Dichos acontecimientos, en ese mundo distorsionado de Steven, sólo pueden lograrse a través del sadismo y la muerte.

La segunda parte, la más onírica, nos sumerge en el mundo de las vacas y cómo éste también evoluciona. Esta sección más adelante se revelará de gran importancia para llegar a la resolución de la obra, pero mientras la lee uno piensa no sabe bien hacia dónde se dirige. En esas páginas Steven se diluye integrándose con el rebaño. El yo, la autonomía, aparecen amenazados y pierden el rumbo. El fantasma del poder económico, algo que hasta el momento no había aparecido, ensucia la narración. En todas las páginas previas no había hecho falta el dinero como motor de la narración, y sin embargo en esa sección central se convierte en uno de los impulsos principales de Steven. Mal: desvirtúa la faceta poética deforma de la novela.

Pero la tercera parte vuelve a los derroteros de la primera, y lo hace a través de una comunión y una inmolación. De nuevo la carne y la muerte (pero qué cristiano es todo esto) como elementos que llevan a otra etapa, a la trascendencia. El delicioso canto de cisne Lucy obliga a Steven su propio camino. Pero éste, tal y como ya sabía él mismo, no le lleva a la integración con la gente de la pantalla de la televisión. Su sueño de normalidad ha acabado crucificado en la pared de su piso. La propia naturaleza y su hogar le fallan, obligándole a lanzarse a esa sociedad que sabe que no puede acogerle. Al fin y al cabo jamás ha pertenecido a ella. Sólo le queda el sumergirse en su tribu onírica, donde sí es alguien especial.

Y ya he destripado bastante la novela. Se nota que me ha gustado, ¿no?

La obra hubiera mejorado un poco corrigiendo algunos detalles estilísticos, defectos que cada vez veo con mayor frecuencia (la a veces incorrecta puntuación, y el excesivo abuso de los adverbios –mente). Pero esos problemas quedan apartados gracias a una línea de narración muy visual, incluso por momentos poética. Aquí se ve que el autor tiene don de evocar (aunque enfermo, oscuro y depravado); gracias a él uno se olvida (o casi lo consigue) de los defectos.

Antes de acabar quiero decir que en cierta medida el mundillo de Steven me ha recordado a ese mundo demente en el que se mueve El clan de los parricidas de Bierce, una sociedad en la que el sadismo y las relaciones familiares enfermizas están al orden del día.

Este Vacas se lleva un merecido ocho. Me parece que un texto que muy bien se le podría recomendar a cualquiera que busque un revulsivo, una lectura que estremezca y haga pensar en lo que se tiene y lo que se desea tener.

Un saludo.

Alfonso Zamora Llorente – De Madrid al zielo

Hola, ofidios.

Esta reseña la voy a empezar a redactar cuando todavía me queda más de un tercio para acabar el libro. No suelo hacer algo así, pero es que con lo leído hasta ahora lo tengo bastante claro, el menos para escribir el grueso de la reseña. Esperaré a acabarlo para rematar la faena, esperando una sorpresa que me haga cambiar de opinión. Aunque lo dudo.

¿Qué hay en este De Madrid al zielo de Alfonso Zamora Llorente (así, con dos apellidos) que me haga adelantar la reseña? En pocas palabras: la lectura se está volviendo poco menos que una tortura. Y esta vez no por culpa del autor (o al menos de una forma directa) sino de la labor inexistente, o vergonzante (o ambas cosas), de Roció Arroca. ¿Quién es esta mujer que no aparece como la autora pero que recibe estas cariñosas palabras mías? Pues la que en los datos editoriales aparece como correctora.

Pero antes de arremeter contra ella vayamos por partes.

De Madrid al zielo es el segundo libro español de temática Z que leo. Del primero guardo un infausto recuerdo, pero… aquí viene el ‘pero’: ese libro, aun con sus enormes carencias, pertenece al tan actual fenómeno de la autoedición. Hay que situarse dentro de lo que supone la autoedición: una sola persona se ha currado, con sus más o menos limitados conocimientos, una novela; ha escrito, maquetado y lanzado el texto al mar de la edición digital; se supone que no ha tenido a nadie con él que le guiara, le corrigiera y le orientara. Sí, al final quedó una auténtica chapuza de libro, pero olé sus huevos: el señor Arnaldos lo ha intentado él solito. Sólo por ese pundonor ya se merece una migaja de admiración.

Pero en De Madrid al zielo nos encontramos con algo muy diferente. La base apenas difiere respecto de Crónicas zombi: Preludios y orígenes: al igual que el señor Arnaldos, el autor de De Madrid al zielo (Alfonso Zamora) empezó con esa maravilla tan democrática y accesible llamada blog. Al parecer en ese formato empezó el embrión de la historia, pese a que (leyendo lo leído) el señor Zamora no tuviera ni la menos idea de escribir. Pero ahí acaban los paralelismos entre De Madrid al zielo y Crónicas zombi: Preludios y orígenes. De quedarnos ahí hubiera recibido una reseña similar. El autor se llevaría una serie de collejas por su pésima (por no decir nula) calidad literaria y acabaría con un ‘ánimo, a mejorar y ya veremos qué tal la siguiente’.

Pero no. De Madrid al zielo llega a mis manos editada por una editorial con bastante fondo bibliográfico, Dolmen. Más aún, en el libro aparece nombrada Roció Arroca como correctora. Tengo la manía, puede que mala, de empezar a leerme un libro por la primera página, esa que tiene lo del ISBN y demás gaitas. Así que al encontrarme con la señora Arroca me dije ‘oye, un libro que va a estar, al menos en cuanto a la forma, bien redactado’. Craso error. Por decirlo en pocas palabras: la redacción, casi de cabo a rabos, es un absoluto despropósito.

Alfonso Zamora - De Madrid al zielo

Alfonso Zamora – De Madrid al zielo

De entrada decir que me asusta ver que un texto escrito en el mismo idioma de la edición necesite la presencia de un corrector. ¿Qué tipo de horror ha llegado a la editorial para que deba contratar a un corrector y como tal acreditarlo en la edición? A ver, que no hablamos de una traducción de ruso predinástico, sino de un texto escrito hace menos de cuatro años en español, le mismo idioma con el que lo leo. ¿Tan mal estaba la redacción inicial para necesitar ese tipo de ayuda? Eso de entrada me habla muy mal del señor Zamora: ¿sabe escribir dos líneas seguidas sin que requiera que alguien le ayude? ¿Qué maravilla de trama y personajes ha creado para que un editor asuma el sobrecoste de un corrector a la hora de sacar a la luz ese texto? Sin duda debe de tratarse de el libro de este género, la joya máxima.

Por eso exijo que lo que voy a leer tanga buena calidad tanto en el fondo (esa maravilla que implica sobrecostes) como en la forma (ha habido un profesional del estilo repasando ese aspecto del texto).

Vamos, que no me sirve que el señor Zamora no tenga ni idea de escribir, que no acierte a poner bien una sola frase (cosa que demuestra al no saber ver errores de concordancia y de ‘mala elección de palabras’ como el que le puse en el twitter): para eso está la señora Arroca, para pulir todos esos errores.

Pero ¿qué ha hecho esa mujer cuando me encuentro una sintaxis execrable, poco menos que de párvulo? Mis ojos sangran al leer algunas frases. Me estoy viendo obligado a ‘repuntuar’ mentalmente todo cuanto leo: colocar/eliminar/añadir los signos de puntuación de la correcta manera para tratar de sacar el significado que creo que quiere trasmitir el autor.

¿Ha usado la señora Arroca el famoso método de leer en voz alta lo que escribe? ¿Sabe que todo signo de puntuación lleva asociada no sólo una pausa en la lectura sino una respiración, e incluso pueden suponer un cambio de entonación? ¿Conoce el uso y utilidad de los signos de puntuación… o se ha limitado a sembrarlos por el texto esperando que se coloquen solos tras un tiempo al barbecho?

Leyendo (o mejor dicho sufriendo) el libro veo que no, que la señora Arroca no tiene ni la más remota idea de dónde hay que poner un punto, una coma, un punto y coma, unos paréntesis… Si no fuera responsabilidad de ella, o de su jefe, le regalaría un manual de estilo, o al menos algo en plan ‘Las 500 dudas más frecuentes del español’. Coño, o aunque sea el interesante Mientras escribo de King: supongo –quiero pensar– que podría sacar algo de esa lectura.

En serio: me ofende que en un texto alguien aparezca como ‘corrector’ y aun así me encuentre con este absoluto despropósito. Si al menos se tratase del texto tal cual del autor, en plan autoedición…

A eso hay que añadir el abuso de los verbos comodín como ‘ser’ y ‘estar’. Con la riqueza y colorido de verbos que tenemos en nuestro idioma, verbos que permiten jugar con el lenguaje de una manera precisa y muy visual, el abuso con el ‘ser’ y ‘estar’ hace que el texto se arrastre con excesiva torpeza. Parece que el redactor apenas sabe desenvolverse más allá de las ¿mil? palabras del español cotidiano.

Otro detalle que resulta en extremo cansino lo tenemos en que el texto está sembrado de verbos modales del tipo –­mente. A ver, que no sólo yo lo digo. El propio Stephen King (un don nadie) recalca que hay que huir de ellos como de le quema, que esos adverbios matan las descripciones y el ritmo. Yo, al leer la manera en que a veces se encadenan dichos adverbios, noto como mis tripas se revuelven. De verdad: todo adverbio oculta dentro de sí una descripción, sólo hay que saberlas desenterrar del texto. A continuación me había currado un ejemplo de ello, pero no me voy a poner a pontificar, máxime cuando jamás me han publicado nada de manera seria.

¡Oye, que está narrado en primera persona, y la gente habla con adverbios modales cada dos por tres y con un lenguaje sencillo! Eso me lo puede decir alguien como respuesta a esa crítica. Y sí, vale: el libro está en su gran mayoría narrado en primera persona, en la del protagonista. Pero eso no es un ‘vale todo’. Aquí debo volver a decir que ese estilo en primera persona ya me empieza a apestar: lo veo como un escudo tras el que se esconde el ‘escritor’ carente un mínimo manejo del idioma. ‘Como la historia la narra alguien normal uso lenguaje normal, o incluso analfabeto. Se me entiende lo que digo, ¿no? Pos fale’. Ea. Me calzo las botas de una persona con una cultura reducida y hago de la mediocridad en el lenguaje el vehículo para narrar cualquier cosa. Y me quedo tan ancho. Lo dicho: hay autores que en sus obras enarbolan, casi con orgullo, su reducido manejo del idioma. Y lo peor: editores que lo permiten. Mucho me temo que en este reducto del subgénero Z hay mucho, o demasiado, de esto.

Pero sigamos con la señora Arroca. Su nula y al mismo tiempo nefasta labor revela la casi sin lugar a dudas horrible redacción del señor Zamora. Porque si corregido está así de mal no me quiero ni imaginar cómo estaría el original. La señora Arroca le ha dejado al pobre con el culo al aire, le ha traicionado, vendido, apuñalado. Bueno, la señora Arroca y de paso el editor. Ya me habían hablado mal de las ediciones Z de Dolmen (sobre todo en el sentido de publicar textos con muy baja calidad literaria), pero hasta ahora no lo había padecido en propias carnes. De verdad, me horripila lo leído (hablando sólo del estilo, de la forma). Tras ello no tengo ninguna gana de leer nada más de la serie Z de Dolmen. Ni corregido ni sin corregir. Lo dicho, como alguien que creo que tengo una cultura literaria mínima y un nivel de exigencia acorde a ésta, como alguien que intenta redactar siempre de una manera por lo menos ajustada a la norma y con propiedad (cuidando en transmitir bien lo que quiero transmitir), me ofende que alguien ‘profesional’ edite semejante despropósito y pretenda que la gente pague por ello. Menos mal que el libro me lo han dejado: me hubiera dolido descubrir que mi muy escaso dinero acaba tirado a la basura con esta compra.

Y eso sólo hablando de lo relativo a la forma.

Ante dije que, en vista de que le editor se ha gastado el dinero de un corrector, la historia debía merecer ese sobreesfuerzo. Pero por desagracia no es así: el fondo queda acorde con la forma. Y en esto la culpa entera ya recae en el señor Zamora. En la obra se encadenan escenas tópicas, una tras otra. Como ávido consumidor del cine del genero zombi todo lo que leo lo he visto una y mil veces, cambiando algunos detalles, en la pantalla. Bien, desde hace décadas sé que ese subgénero está tan limitado que, aparte del divertimento fácil del cine (y ello con el cerebro apagado), me resulta muy difícil de encontrar en él sorpresa o emoción genuina. Ese campo, el de sudar y de verdad sentir la asfixia de un estallido viral, lo dejo para cosas tan entretenidas como los juegos de mesa (ese maravilloso Zombies!!!!!) o los videojuegos.

Pero no en el texto. O al menos no según lo poco que ha llegado a mis manos.

La sucesión de tópicos de De Madrid al zielo está acompañada de más defectos. Desde los tontos (como decir que en Madrid, en enero, a las siete ya ha amanecido) hasta los de más peso (la muy torpe descripción del estallido: resulta del todo increíble, por infantil, la manera en que reaccionan los organismos oficiales). El autor acude al recurso fácil de encontrarse todo infestado de zombis, sin aprovechar la oportunidad de tener a testigos viviendo cerca de una supuesta zona caliente para describir de primera mano el estallido. Supongo que eso habría supuesto meterse en camisa de once varas: mucho más cómodo introducir un par de mensajes oficiales y ¡tachán! todo lleno de zombis.

Entre medias, antes del estallido y luego después, la cosa empieza a apestar a poderes psi. A ver, lo admito: en el tema de los zombis me considero muy, pero que muy tradicional. Y no me refiero a que sólo me gustan los lentos, no. Disfruté como un enano con la versión de Zack Snyder de El amanecer de los muertos, o con 28 días después (la de 28 semanas después sin embargo me parece una absoluta basura). No me refiero a eso, sino a que si estamos con muertos redivivos no estamos ante Jean Grey, Charles Xavier y el resto de patrullosos. Vamos, que tolero regulín a Alice (Resident Evil), y esto me apesta a que algo similar va a pasar.

El tratamiento infantil de la situación se propaga a los diálogos, a las escenas, a las situaciones, a la manera de reaccionar los personajes. Estos chirrían en múltiples niveles: en general todos son bastante planos (algo provocado por la acción que no cesa, que no da tiempo a recapacitar o a profundizar), y algunos de ellos poco menos que infantiles o melodramáticos (por no hablar de veletas). Los diálogos tampoco deslumbran, sobre todo cuando los personajes lanzan discursos artificiales que no se sabe bien a que vienen. Bueno, sí se sabe: si estuviéramos ante un texto decimonónico sí que tendrían sentido; con una persona sencilla del siglo XXI no.

A continuación pongo algunos simples ejemplos de cositas que me han chirriado.

  • El policía que no se presenta como tal a los militares. Incluso parece que se escuda y esconde tras su familia. Entendámonos: esa reacción es 100% lícita y comprensible. Pero de igual manera el autor debería, aunque sea con unos comentarios de refilón, dejar un poco clara la actitud del policía; más aún cuando se encuentra con un destacamento militar y no oculta su adiestramiento. ¿Acaso el jefe del destacamento, al comprobar ese manejo de las armas, no tiene con él ninguna palabra para saber el origen de esa destreza? ¿No le pide que se una a la fuerza? Si el poli se niega, ¿no se dice el por qué ni su motivación? Además de que como policía, más allá de trompos con el coche y mala leche, demuestra ser bastante poco previsor: en vista de lo que se avecina no tiene las luces como para acaparar munición y armas, aunque eso implique robarlas de la comisaría. A ver: los maderos que conozco ya acaparan en casa (en su armero privado) munición y armas. Y éste, consciente de lo que va a caer, no lo hace. Tonto no; lo siguiente.
  • El protagonista que habla de sus compañeros de trabajo pero no describe lo que hace. En un momento dado habla de que ‘en el instituto estudio algo de radio’. ¿Es teleco o qué? Aparte de que se nota que es una proyección del autor, un ‘tío guay que está en todo, es súper bueno, un idealista, un mediador y se apunta a todo porque él lo vale’.
  • Tenemos mujer­–de, novia–de, amigos–de… y para todos ellos se puede decir que no hay nada de descripciones de trasfondo. El nombre, su trabajo y poco más. Como si se trataran de simples adornos de fondo. Incluso cuando intenta describir a uno se equivoca. Lorena aparece en las primeras páginas como una mujer atractiva de la que destaca su vestido de negro; en las páginas centrales de repente se dice que siempre ‘lleva algo rosa de Hello Kitty’. Si siempre lleva algo de Hello Kitty ¿por qué no se describe algo de esa marca la vez que entra en el bar?
  • El único en el que se profundiza un poco con respecto a su trabajo (y por necesidades de argumento), el periodista, muere a las primeras de cambio. Vamos, que desaprovecha lo ya escrito.

Creo que al señor Zamora le hace falta leer mucho, pero mucho, a autores que hagan un buen tratamiento de los personajes (por ejemplo Stephen King) y descubrir cómo enriquecerlos.

Un detalle que se me ha hecho confuso en la parte media de la novela: el paso del tiempo. En un momento dado parece que tenemos a ‘los militares’ viviendo los acontecimientos un mes pasado el estallido, y por otro lado a ‘los civiles’ pasada apenas una semana desde ese momento. Cuando las dos líneas de acción se juntan uno descubre, o cree entender, que ese mes de los militares contaba desde mucho antes que el estallido tal cual conocido por los civiles. En el resto de la novela el tiempo va a trompicones, usando mucho la elipsis. Admito que ese recurso, sobre todo en situaciones o ambientes de stress, cada vez lo veo más inadecuado. Ese tipo de situaciones creo que requieren un tratamiento lineal, como por ejemplo el de La cúpula.

Otra nimiedad pero que sigo sin entender. ¿Por qué en este tipo de historias se evita usar la palabra ‘zombi’ para describir a los bichejos? ¿Escuece reconocer que se trata de eso o qué?

La ambientación, así como las descripciones, apenas existen. Todo se basa en que el lector conozca Madrid y los sitios mentados. Si no está del todo perdido. No hay el menor esfuerzo por crear atmósfera o tensión ambiental, salvo el hecho de acumular más y más zombis a la vista. Me viene a la cabeza, y se confirma un poco más, que este tipo de novela Z patria sólo sabe jugar con lo cercano, usando los escenarios locales como guiños de complicidad con el lector. Supongo que los madrileños, y vallecanos, puedan disfrutar con la mención a las calles y edificios; el resto de lectores de fuera de Madrid… pues lo dudo. Me dan ganas de perpetrar una novela similar pero ambientándola en Santander y así tentar a mis antiguos vecinos. Pero no, no voy a usar ese ardid tan fácil: me conozco y de hacerlo no podría evitar ‘perder el tiempo’ tejiendo atmósferas, dibujando personajes, intentando crear giros de guion y sorpresas. Vamos, todo lo que se ve que no aprecia o exige el editor (¿y el lector medio?) de estos pastiches olvidables. Aparte, dejé de escribir ficción hace años.

Que me disperso.

Ahora voy a hacer un comentario más personal que nada, y con el que espero no ofender al autor, pero es lo que he sentido a lo largo de la lectura. Creo entender que la novela se trata de una especie de enorme masturbación del señor Zamora. Lo digo por la manera de idealizar al personaje protagonista, que además se llama como el autor, Alfonso. Creo que le hubiera gustado vivir, si no todo, gran parte de lo descrito (entiendo que no le desea pegarle un tiro en la cabeza a su padre, por ejemplo). Pero me da esa impresión: ‘me lo paso bomba porque escribo lo que quisiera hacer y de la forma en que lo quisiera hacer’. Bien por él. Además va y le publican el texto, y con éxito (como al parecer ha sucedido). El hombre debe estar retorciéndose de orgasmo en orgasmo. En eso sólo puedo decirle eso de ‘olé por él’.

Aunque para un lector algo exigente leer la novela suponga una tortura.

Espero que, visto lo visto en cuanto a subgénero Z patrio, las dos compilaciones de cuentos que tengo en la pila (todas ellas de autores extranjeros) suban el nivel. La verdad, mejorar lo presente no debería costar mucho. Otra cosa distinta es que me logren sorprender: habrá que verlo, o mejor dicho leerlo.

Este De Madrid al zielo de Alfonso Zamora se lleva un muy benigno 4. Sólo para obsesos acérrimos de los pastiches Z.

PD: si ocurre lo mismo que con Crónicas zombi: Preludios y orígenes tras esta reseña alguno se ofenderá, puede que incluso el señor Alfonso Zamora o la propia Roció Arroca. Que se ofenda quien quiera: por ahora vivimos en un país libre. Pero si se indigna que piense para llegar a la lectura del libro alguien lo ha pagado, alguien que tras soltar su dinero se encuentra con eso. A ver, con sinceridad: ¿el libro posee tanta calidad como lo que cuesta? Pagar un libro le supone al español medio gastarse un importante porcentaje de sueldo. Al realizar ese esfuerzo el lector puede (y creo que debe) exigir un mínimo nivel de seriedad, sobre todo por parte del editor, que al fin y al cabo es el filtro principal. Un lector que paga debe recibir a cambio una contraprestación en forma de calidad. No todo vale, señores de Dolmen.

No todo vale.

Fin de la primera parte

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Herman Melville – Moby Dick

Hola, culebras.

Este clásico de la literatura universal llevaba ya varios años rondándome, y al final ha caído. Nada de versiones edulcoradas ni resumidas: el tocho original (en español, claro). No voy a negar que el mazacote me daba un poco de miedo. Mi última experiencia con un volumen clásico de similar grosor, el Melmoth de Maturin, acabó fatal.

Pero la llamada del mar suena muy fuerte dentro de mí en estas últimas fechas, así que piqué el anzuelo y empecé con este legendario Moby Dick del norteamericano Melville.

Como suelo hacer, para no verme influenciado (incluso con estos libros clásicos) procuro no documentarme sobre ellos ni leer críticas. Así llego a ellos lo más virgen posible, lo cual siempre depara alguna que otra sorpresa.

En el caso de Moby Dick la cosa estaba algo complicado: ¿quién no conoce, aunque sólo sea por encima, la historia de Ajab y la ballena blanca, de la obsesión del capitán por matar a la bestia que le arrancó la pierna? La verdad, hay que vivir en otro planeta (o muy aislado) para ignorar el esquema argumental de esta novela. Yo, por supuesto, lo conocía. Pero en las más de ochocientas páginas debía haber mucho más que una simple historia que con unas líneas se resumía. Me imaginaba un libro similar (salvando las distancias) a El lobo de mar, o a las historias de O’Brian o Hodgson, en las que se vive la mar de los buques de vela en toda su crudeza.

¿Y qué me encontré?

Quizá la primera sorpresa parte del carácter enciclopédico, por decirlo de alguna manera, de la obra: sólo con leer la cantidad de citas con las que empieza ya uno empieza a asustarse. El acercamiento al mundo de la caza de ballenas no se hace como en una novela normal, narrando las vicisitudes y detalles de las peripecias de los tripulantes de una manera literaria. Al contrario, Melville usa capítulos enteros de puro texto didáctico (como si se tratase de un libro técnico), describiendo detalles de una quizá manera demasiado aséptica. No diré que esas partes aburren (el mayor defecto en el estilo es otro muy diferente que luego diré), pero sí que rompen la dinámica de la historia del Pequod y su tripulación.

Entre más y más textos didácticos (y luego alguno se queja de Pohl y su El mundo al final del tiempo) vemos como la historia avanza: nos presenta al protagonista, el ambiente del puerto, a Queequeg (y cómo de una manera muy decimonónica se convierte en el compañero del alma del protagonista) y al propio Pequod, junto con sus irritantes propietarios. Tras escuchar el sermón e ignorar las advertencias del profeta nos embarcados en el buque. Partimos mar adentro y perdemos de vista Nantucket. Muchas cosas, muchas páginas. Pero ¿y Ajab? ¿Dónde está la que yo creía que sería la figura principal de la obra? No tarda mucho en hacer acto de presencia: tarda demasiado. Se me hace increíble que un capitán de barco (por mucho que tenga tres oficiales) se tire encerrado esa cantidad de tiempo en su cabina, sin llegar a supervisar ni la estiba ni las maniobras de desatraque y salida a alta mar.

Más aún, el carácter tiránico y salvaje de Ajab (siempre he oído eso de ese personaje) no queda descrito por sus acciones, sino sólo por los comentarios de Ismael. Me parece triste que en semejante extensión de páginas Melville trata de describir de manera tan precisa y detallada la vida, obra y milagros de la ballena y del cachalote (así como de la profesión de cazador de esos animales) y no logre darle la debida profundidad al personaje de Ajab. Pero claro, narrar texto ‘académico’ resulta menos complicado que darle vida sobre el papel a una persona. Eso hace que nos encontremos, de manera por completo inesperada y sorprendente, ante un ‘contar más potente que el mostrar’. Una pena, la verdad.

Esa manera liviana de tratar la personalidad del capitán se acentúa en el resto de la tripulación: salgo Starbuck y Stubb (los dos oficiales principales del Pequod), el resto de la marinería apenas está dibujado. Se habla un poco de los orígenes de los tres arponeros, algo más (de nuevo en esto nos sorprende Melville) del herrero y de Pip, el negro de a bordo. Y ya.

Entre la vaguedad del tratamiento de personajes y las prolijas, a veces asfixiantes, descripciones de todo lo relativo a la caza de la ballena (esa sobreabundancia me recuerda algunos pasajes del Gordon Pym de Poe) se agradecen los encuentros con los otros barcos. Gracias a ellos leemos escenas e historias a veces muy interesantes (la del capitán Boomer, el sosias manco de Ajab), otras tan demenciales como ridículas (como el episodio de la Jeroboam y su profeta, o la Jungfrau y su capitán) o de un sencillo y crudo dramatismo (la búsqueda de la Raquel). Mención especial supone el encuentro con el derelicto apestado, casi calcado al de Poe. Si bien esas historias no suponen el peso de la novela dan muy bien una visión de esa inmensidad salpicada de dramas llamada océano.

Entre tumbos la novela avanza hacia un clímax que todos ya intuimos: el obsesivo Ajab sólo encontrará su paz, y su final, en un duelo con la ballena blanca. Con él arrastrará a una tripulación que acabará tan hechizada como él. Ese desenlace, aun estando narrado en tres episodios, se vuelve algo brusco y confuso. En él se acumulan una serie de acontecimientos que sólo nos atrevemos a calificar como extraños (sobre todo el comportamiento de la tripulación que queda a bordo del Pequod, junto a la manera en la que Ismael sobrevive) que casi se diría que enturbian la resolución final. Sin embargo un detalle, el destino de la ballena, hace que a uno le quede cierta sonrisa en los labios.

Los ‘estudiosos’ se han hecho las innumerables pajas mentales en cuanto a las referencias bíblicas (por los nombres), las implicaciones políticas y sociales (por la tripulación) y algunas otras más. Pero a mí me parece que podrían tener enorme interés el que se hubieran desarrollado con mayor profundidad los personajes y, sobre todo, las relaciones entre ellos. Pero eso no ocurre, perdido entre una cantidad desproporcionada de paja (así me atrevo a calificar gran parte de las peroratas técnicas). Tiene más mensaje La luna es una cruel amante (por citar el primero que me viene a la cabeza) o Los mercaderes del espacio (otro que me ha venido así, solo) que este Moby Dick.

Todo esto en cuanto al fondo. La forma es, nunca mejor dicho, algo aparte. Melville usa en la narración un estilo recargado, barroco, de la época, que ha envejecido muy mal. Abusa de las subordinadas de tal manera que en demasiadas ocasiones para encontrar el verbo principal y activo de la frase (y saber de qué narices habla) hay que leer líneas y líneas de condicionantes o complementos. Éste es para mí, con diferencia, el mayor defecto de la obra. Se repite una y otra vez, volviendo la lectura algo farragoso. Así se explica la existencia de versiones ‘ligeras’, sin esa enrevesada sintaxis. Si manejara mejor el inglés intentaría asomarme al texto original y saber si se debe todo a una mala traducción o a que de verdad la culpa la tiene Melville.

Otro detalle que no acabó de gustarme, y para el que no encontré una justificación clara, es el de los cambios de estilo literario: en un puñado de ocasiones se pasa de prosa literaria a otra en estilo dramático, de teatro. No vi que aportara nada concreto.

Le pongo un cinco, y me duele, pero es lo que hay: demasiadas carencias (sobre todo en el tratamiento de los personajes) para una historia de la que esperaba más, mucho más.

Adiós.