Archivo mensual: marzo 2017

Robert A. Heinlein – Viernes

Hola, culebras.

Otro Heinlein que cae en mis manos. Aunque todo hay que decirlo: este Viernes lleva mucho, pero mucho, en la pila. Nunca me he sentido muy atraído por lo que pone en la contraportada, la verdad. El libro lo compre en mi etapa compulsiva, cuando me hacía con casi todo lo que veía (y me lo podía pagar), y ahí quedó. ¿Cuánto tiempo? ¿Quince, veinte años? Más o menos eso.

Pero ya le ha llegado el momento.

Robert A. Heinlein - Viernes

Robert A. Heinlein – Viernes

De Viernes puede decir que entretiene, pero poco más. La sucesión de peripecias de esta especie de agente secreto se resumen en unas cuatrocientas páginas de dar tumbos de un lado a otro, y poco más. Supongo que habrá gente que le guste este tipo de novelas vacías, pero a mí no me ha dicho nada de nada.

La mala baba de Heinlein se nota en muchas partes, como por ejemplo su manera de considerar a los funcionarios: como seres corruptos, indignos y conformistas. La visión liberal, vamos, en contra de los gobiernos centrales, domina a Heinlein. Pero hace gracia cómo, según le pone de parásitos para arriba, luego les exige y les recrimina que no funcionen bien. «Eres una mierda inútil, pero ¿cómo no eres capaz de hacerme este trabajo? Oye, que pago por ti». A ver, chavalín: si tanto pones a bajar de un burro lo público y defiendes lo privado, vas, no usas nunca eso que tanto detestas (ni les exiges nada), y te buscas la vida con lo que te ofrezca lo privado. Si luego te encuentras con que esa maravilla de sistema privado te sangra el bolsillo y en cuanto dejas de tener dinero te da una patada en el culo, te jodes. Y no vuelves a lo público, claro. Te jodes y si hace falta te mueres, don liberal.

Ale, ya he soltado mi alegato anti libegal—de—chichinabo (que incluye a lacras sociales como Esperanza «mamandurrias girl» Aguirre y demás libegales que viven de vampirizar lo público) del momento.

Nadie me puede negar que en este libro Heinlein mete mucha, pero que mucha paja. A veces la lectura de esas chuminadas interesante (como por ejemplo las descripciones de la vida cotidiana, y las teorías sociopolíticas llenas de mala baba), pero otras no, de verdad que no. Saber el menú completo de un restaurante, lo que comen los protagonistas, los anuncios de la prensa, o el vestuario completo de un rehén al que vas a desnudar sobra. Esas dosis de paja se puede decir que llegan a su máximo esplendor cuando describe el viaje de la nave. A ver, todos esos gráficos y tablas sobran, y sólo sirven para que el autor demuestre lo mucho que sabe de astronomía. Que sí, Robert, que todos sabemos que no tenías un pelo de tonto, pero con esas demostraciones no ganas nada. Al contrario, jodido pedante engreído liberal filonazi.

De vez en cuando la novela está salpicada de detalles cachondos. Un ejemplo: en la página 196 hace una mención tronchante a la relevancia política de Gales como nación. La iguala (así, tal cual) a Swazilandia o Nepal. Pobres galeses, ¿qué le han hecho al gruñón?

Me ha sorprendido un detalle que no sé si tiene algo de homenaje o burla. En un momento dado, casi sin previo aviso, el rollo de espías y carreras de un lado a otro acaba. Sin quererlo ni beberlo la protagonista (guapa, lista, fuerte, la nuera perfecta) deja de ser un agente de campo y se convierte en especialista de inteligencia. ¿Su labor? Pues ni más ni menos que hacer de Hari Sheldon y practicar psicohistoria. ¿Guiño a Asimov? ¿O mala baba de Heinlein contra el profesor, que basó parte de su éxito en esa magufada? De una manera u otra ese inciso interrumpe el sendero que parecía estar tomando la novela: el convertirse en un nuevo emperador de todas las cosas. Y bastante peor, más aburrido, que Radix, por cierto.

La novela avanza, y llega el momento de la disyuntiva: ¿la lanzo a tomar por culo o sigo con ella? Me refiero al ‘Momento de lotería’. ¿En serio? ¿Me tengo que tragar esa mierda? A eso le llamo deus ex machina y lo demás cuento. Y mejor no hablar de esos últimos capítulos en plan ‘nos juntamos todos y, cogidos de la mano, danzamos en torno a la hoguera’. Su puta madre. ¿Tanto cuesta no ser tan baboso?

Hay que agradecer que el estilo con que está escrita la novela, aunque mejorable, no chirría demasiado. La novela está narrada en primera persona, a modo de memorias informales de la protagonista. Eso hace que los defectos formales se manejan más o menos bien, al considerarlos parte de la manera de expresarse de Viernes.

Nota: por lo que veo parece que la gente se queda con las aventuras sexuales. A mí no me ha parecido nada del otro mundo. Aunque se agradece en manera tan natural en la que se enfoca la sexualidad en todas sus variantes. En eso Heinlein puede descuadrar a más de uno: no resulta habitual que un liberal defienda y hable de esa manera tan clara de relaciones homosexuales o en grupo. En ese sentido, ¡olé!, Robert.

Con todo la novela se lleva un 5, aprobado raspado, y me quedo a la espera de otro Heinlein de más calado. El Forastero en tierra extraña sigue en la pila, pero es tan gordo…

Adiós.

AA.VV. – Tres tormentas de nieve

Hola, culebras.

Casi se puede decir que no he leído nada de literatura rusa. ¿He hecho mal? Me temo que sí, al menos para ampliar mi culturilla general. Por ello, cuando alguien me recomendó leer Tres tormentas de nieve, me dije: ¿Y por qué no? Al fin y al cabo se trata de cuentos, mi género favorito, de tres autores importantes. Además el libro contaba con el aliciente de que sus historias tenían relación con el frío y las tormentas, una ambientación que en principio me atrae. Sin duda los rusos pueden decir mucho de las tormentas de nieve, la menos mucho más que un andaluz. En este librito hay tres nombres que me sonaban a ‘autor de importancia’: Tolstói lo conozco de oídas por su obra Guerra y paz, todo un clásico aunque yo no lo haya leído; de Chéjov admitiré que me sonaba el nombre, poco más; me pasaba algo similar con Pushkin, aunque admito que de una manera todavía más vaga.

Aquí va lo que me he encontrado en Tres tormentas de nieve.

  1. ‘En el camino’ de Chéjov se me ha hecho demasiado ‘melmothiano’. ¿Qué quiero decir? Pues que el condenado discurso del padre se me hace casi interminable, y del todo irreal. Nadie habla así, por dios. Parece que estamos, más que con una autor de finales del s. XIX, con uno de inicios de ese siglo, uno marcado demasiado por el romanticismo o lo gótico. Esa manera de expresarse cargante llega a su colmo en la hija: la chiquilla habla como una vieja. A resultas de ello me ha costado mucho conectar con el texto. Aun así el cuento tiene algunas descripciones de la tormenta, y sobre los efectos del viento, poco menos que magníficas. Le pongo un 5. Una pena: si el cuento no se hubiera centrado en el padre sino en un toma y cada entre él y la muchacha, con insertos de la tormenta exterior, hubiera ganado muchos enteros.
  2. Pushkin entra con ‘La tempestad de nieve’. En este caso, viendo la época en la que vive el autor, no me extraña ese estilo narrativo tan romántico, tan semejante a por ejemplo El monje. ‘La tempestad de nieve’ cuenta con una acción apresurada. Eso de por sí no supondría problema alguno. Lo malo llega con los saltos de escena: el cuento posee una estructura temporal tan poco lineal que casi no hay por dónde agarrarlo. Los huecos aparecen de una forma demasiado brusca, mal llevados. Eso genera una sensación rara. Luego el autor ‘justifica’ esos saltos mediante la inserción de una nueva historia. No me atrevo a llamarla secundaria, pero sí poco menos que dicotómica. Mientras se lee esa nueva historia no se comprende a dónde quiere ir el autor… hasta que de repente empiezas a decir ‘Por favor, que no sea eso. Que no sea eso’. Y sí: lo es. Así nos encontramos con un texto tramposo y nada creíble, un cuento que pone a bajar de un burro a los rusos. Quedan como tontos de solemnidad, o indiferentes al drama que ven. ¿Ninguno de los presentes puede avisar a la novia de que está pasando algo raro? ¿Son tan pazguatos que no reaccionan ante la aparición del susodicho? Pero sí, según el autor tenemos que creer que esa ‘broma’ sigue adelante, pese a la desgracia que supone para ella. A mí se me hace inverosímil, tanto que me arruina el relato. Ale, un 4.
  3. El trío de relatos acaba con ‘La tormenta de nieve’, de Tolstoi. El estilo de este cuento contrasta sobre todo con el de Puchkin: parecen de dos mundos diferentes, a pesar de que entre ellos hay pocas décadas. También supera con creces al de Chéjov, posterior. Casi se podría decir que Tolstoi narra con el arte de alguien del s. XX. viviendo en el s. XIX. Pero bueno: casi, que todavía posee algunos manierismos. ‘La tormenta de nieve’ supera con creces en extensión a los otros tres. Eso permite al autor marcar un ritmo mucho más pausado y envolvente, que se disfruta mucho más (considero que el cuento corto o ultra corto debe ser una navajada en la oscuridad, furtivo y rápido; la masacre y el regodeo sólo deben usarse en extensiones largas, o mucho más largas. Si en un corto pretendes contar demasiado te ocurre lo que le pasa a Puchkin en su ‘La tempestad de nieve’, que no). En este cuento la tormenta de nieve posee personalidad: se palpa, se vive, se paladea. A veces me ha recordado a El terror de Simmons. En el cuento de Pushkin apenas se vive el meteoro, que queda como un mero incidente argumental, sin vida. Chéjov apunta pinceladas muy vívidas e impresionantes, pero no profundiza desliéndose con el discurso del padre. Pero Tolstoi nos hace paladear ese abismo blanco que es la tormenta. Hace que los personajes naden en ella, de una manera a veces chocante: algunos se lanzan al abismo blanco con una tranquilidad pasmosa. Al menos yo, español del s. XX—XXI, no comprendo esa manera de proceder, aunque entiendo que para un ruso de esa época no sería raro. El cuento a veces parece dispersarse, como con la escena del ahogado, pero en general funciona bien. En definitiva, se lleva un 7.

La nota media que sale es de un 5,3. ¿Qué quiere decir eso? Pues que me invita a leer más Tolstoi, quizá algo de Chéjov, y me quita las ganas de repetir con Pushkin. Menos da una piedra.

Ahora voy a hablar de la impresión general que me han dejado los textos rusos. Todos ellos están llenos de giros y expresiones exageradas, casi forzadas. Por ejemplo la manera de llamarse entre ellos: ese uso del nombre más el patronímico casi omnipresente. Se me hace raro, tanto como si aquí siempre nos habláramos sólo con el apellido, o con el ‘hijo de’, o con nombre y apellido juntos. Pero entiendo que se trata de algo cultural, la forma de expresarse propia de los rusos. De igual manera me da que el estilo ruso de escribir (esa puntuación a veces demencial, la expresividad enrevesada, barroca por momentos) tiene poco que ver con el español, o con el ruso actual (por ejemplo de Metro: 2033). Vamos, que para leer a autores rusos clásicos hay que cambiar el chip.

Adiós.