Hola, culebras.
Rescato de la pila un nuevo volumen editado por La factoría de ideas y de nuevo lo hago con cierto temor ante lo que me pueda encontrar. No tengo ni la más remota idea de quién es Bruce Boston, y la contraportada de su novela El guardián de almas tampoco me acaba de decir nada especial. ¿Que por qué lo leo? Porque soy un drogata de la lectura, porque lo compré de saldo, porque me ocupa espacio en la estanterías… añade la razón que quieras.
De entrada, sin leer el libro, habría de hablar de la portada: llamarla mala supone quedarse corto. No dice nada, e incluso tira bastante para atrás dando la imagen de tratarse de un composición descuidada que más que vender pretende que nadie la compre. Coño, que ahora mismo no recuerdo una tan mala de entre todos los libros que tengo La factoría (y que para desgracia de la editorial, gracias a sus saldos, no son pocos). Da pena descubrir, una vez leído el libro, cómo se confirma esa primera impresión de dejadez: da la impresión de que el portadista (o quien le ha dicho qué ilustrar) no se ha leído el libro ni tiene la menor idea de qué narices va la obra a la hora de componer la ilustración.
Un insulto al autor, así de claro.
Pero no estoy aquí para hablar de portadas. Al fin y al cabo jamás me he puesto a valorar un libro por su portada. Me interesa lo de dentro, el negro sobre blanco.
El texto, más que orwelliano, se le podría considerar heredero de Un mundo feliz, la obra de Huxley. Han pasado cerca de treinta años desde que leí esa novela, así que la tanto un poco bastante olvidada, pero este El guardián de almas posee un aroma que me hace pensar en ella. Pero ya tire más hacia Huxley que hacia Orwell tengo algo muy claro: no me ha aportado nada. Más aún, al principio me parecía estar leyendo un escenario del Paranoia, con sus infras y todo.
La falta de originalidad y la ausencia de una trama sorprendente (estamos ante un thriller que muy bien podría acabar rodado en formato telefilme y emitido por Antena 3 en una de sus infames sesiones de cine tras el telediario del mediodía) hacen que la lectura se convierta casi en un acto de voluntad. De hecho he acabado el libro a base de constancia y decisión. Que no me iba a vencer, vamos.
Pero no toda la culpa la tiene el autor por no haberle sabido dar algo de atractivo a la historia. No señor, no. De nuevo debo hablar de la labor –o mejor dicho el descalabro– editorial de La factoría. Parece que en lo relativo a los saldos la editorial se quiere seguir cubriendo de gloria. De esa gloria marrón, pestilente y que atrae a las moscas. Porque otra vez me encuentro ante una edición descuidada, salpicada de errores de traducción y faltas de ortografía y/o de sintaxis. Palabras mal acentuadas, ausentes, frases mal conjugadas o sin verbo visible. Sí, el autor se supone que es un poeta y quizá por su propia pluma existan esas elipsis exageradas, que no se sepa desenvolver en un género tan distinto de la poesía como el de la novela, que la creación de atmósferas o tramas no exista en lo lírico, pero… ¿él tiene la culpa de la mala acentuación o de las palabras mal escritas?
Joder, La factoría, que me estáis poniendo pero muy difícil el decidirme a daros dinero con otra cosa distinta a saldos. Parece que os empecináis en rechazar al lector exigente y sólo volcaros en ediciones de baratillo.
No saldéis estas mierdas: directamente recicladlas. O, quizá mejor para todos: dejar de publicar a mansalva títulos mediocres y convertíos en una editorial que cuide los textos, a los autores y a los lectores. ¿O queréis ‘dolmenizaros’?
Dejemos de poner a parir a La factoría, que me temo que viendo mi pila ya tendré más ocasiones para ello, y regresemos al texto.
El tipo de narrador usado en la novela me ha dejado desconcertado. Resulta confuso sobre todo durante los primeros dos tercios de la novela. Si bien la introducción da a entender que nos encontramos ante una especie de narración realizada por parte de un testigo, a lo largo de esas páginas se mezcla de manera a veces indistinta un narrador casi omnisciente (capaz de decir lo que piensa y siente un tercero) con uno distante. Sólo se empieza a usar un narrador de verdad distante en el tercio final de la obra, en el que al fin el guardián narra con voz propia su experiencia. Da la impresión de que el autor ha tomado inacabada y le ha dado un remate sin preocuparse de unir los estilos… y que el editor se lo ha permitido.
Está visto que siempre acabo hablando del editor, sobre todo cuando leo ciertos saldos. ¿En cuántos libros de La factoría no he acabado mentando al editor y su incompetencia o falta de criterio? Pues este es otro más. Y van…
Volvamos. Hablaba del narrador raruno y su estilo inconsistente. Pues un ejemplo de ello lo encontramos en la manera de referirse al personaje principal: a veces dirigiéndose a él usando su nombre, otra su apellido, y todo ello sin que queden claro diferentes enfoques del personaje, sin que se aprecie que lo describen distintos observadores. Como si el autor no tuviera clara la manera de enfocar al personaje.
Ya voy casi mil palabrillas dedicadas a esta novela que no se merece no la décima parte del esfuerzo, así que acabo. Le pongo un tres y va que chuta.
Adiós.