Hola, ofidios.
Pues aquí está la segunda y última parte de mis andanzas por la sanidad pública cántabra. En la anterior entrega hablé de cómo se me intervino de urgencia un viernes de agosto en el Hospital Universitario Marques de Valdecilla y de lo que sucedió el fin de semana siguiente.
Tal y como dije en la anterior entrada el lunes, no sin ciertos problemas burocráticos, me llevaron de Valdecilla a Liencres. Debían rondar la una y media de la tarde, como mucho las dos, cuando al fin llegamos al Hospital Santa Cruz de Liencres (ya sabéis, de aquí en adelante H.S.C.L.). Nada más detenerse la ambulancia, y como se suele decir, la primera en la frente: no había sillas de ruedas. A ver, que yo había andado ya por la rea, pero una cosa es caminar diez metros adelante, diez metros atrás, y otra recorrer un hospital sosteniendo en alto la vía con el antibiótico (sí, hice todo el viaje con la mierda esa entrando en la vena y quemando). Tras la noticia de que no había disponible ninguna silla ya me veía yo de esa pinta andando por los pasillos. Pero como el ambulanciero ya se conocía el percal (la ausencia de sillas en la recepción de enfermos) se adelantó y no sé de dónde sacó una. Juraría que dijo que la ‘había cogido sin permiso’. ¿Un enfermo se levantó de su silla en un momento dado para ir al baño y al regresar ésta había desaparecido? No lo sé. No quiero saberlo.
De una manera u otra acabé en mi cuarto, lo que tras estar el fin de semana en la rea supuso una habitación muy espaciosa. Estaba situado en la planta primera y para mi sorpresa toda la me pertenecía: no había instrumental más que para una sola cama. No voy a negar que mi mujer y yo respiramos aliviados: tras la aglomeración casi insalubre de la rea ahora disponía de un cuarto para mí sólo. El colmo del lujo supuso el disponer de ventanas: tres enormes ventanales desde los que, más allá de prados verdes y llenos de vida, se divisaba la silueta de Peña Cabarga recortando el horizonte. Delante de ella, a la izquierda, se adivinaba la vacuidad de la bahía; en el extremo izquierda, ya casi fuera del campo visual, Santander. Para embellecer aun más la estampa llegamos al hospital en uno de esos muy escasos días de agosto en los que lucía una claridad y colorido singulares. Así, sentado en la cama y contemplando el sur de la bahía, habiendo recibido una hora antes la primera cura, ya sin el catéter ni el bote del drenaje y alejado del semisótano de la rea de traumatología, al fin parecía que las cosas mejoraban.
¡Mec! Craso error. Ahora, a partir de ese preciso momento, empezaría el viaje hacia lo incomprensible y vergonzoso.
Una vez instalado en la habitación quedaba que me viera el traumatólogo. En Valdecilla uno de los que me atendió el fin de semana me dijo que ese lunes estaría en el H.S.C.L.. Yo, tonto de mí, pensé que él mismo me atendería. No le volví a ver nunca más.
Pero yo por entones disfrutaba del cambio de la estancia. Mientras esperaba a que llegara me trajeron la comida: había llegado casi al H.S.C.L. a la hora de servirla, así que prepararon un menú basal más y me lo plantaron sobre la mesa. Para mi sorpresa la comida estaba buena, incluso muy buena. En eso lo debo admitir: la cocina en el H.S.C.L. no tenía nada que envidiar a la de un bar, e incluso está mejor que en muchos de los bares en los que he comido. La tarea de comer sólo la pude realizar con la ayuda de mi mujer: con el brazo derecho casi inmóvil algunas de las maniobras que hay que hacer para comer (como por ejemplo cortar un filete de pollo con cuchillo y tenedor) me resultaban imposibles. Pero no dejé nada, quedando por el contrario muy satisfecho. Se llevaron la bandeja y seguimos esperando.
Por circunstancias mi mujer no pudo acompañarme ese lunes mucho más allá de la comida (mi situación trastocaba demasiados planes que había que rectificar y enmendar, algo que sólo podía hacerlo ella). Así que me quedé allí solo en ese enorme cuarto, recién operado. Vamos, parecido a cuando estaba en el rea sólo que ahora sin la aglomeración de allí y con ventanas.
Pasaron los minutos y estos se convirtieron en horas. No venía ningún médico. Salvo las enfermeras, que cada cuatro horas me regalaban una nueva dosis de antibiótico, y las auxiliares que reponían y quitaban las bolsas de sueros, parecía que allí no había médico alguno. ¿Acaso en ese hospital se podía realizar un ingreso con mi perfil (cuadro infeccioso que habían catalogado de muy grave) y que ningún médico apareciera aunque siquiera para comprobar mi estado y contrastarlo lo que ponía en mi historial? Alucinante. Entre que habían tratado de retrasar el traslado (tal y como dije en la anterior entrada) y la dejadez que evidenciaban una vez ingresado, empezaba a no tenerlas todas conmigo.
Las horas fueron pasando. Me inyectaban más y más antibióticos… y nada más. ¿Que qué quería? Pues me esperaba algo básico, algo que habían hecho de manera concienzuda en Valdecilla: que me tomaran pulso y temperatura, por lo menos una vez en cada turno. Había llegado poco antes de finalizar el turno de mañana. Pues bien: hasta la mañana del día siguiente nadie me tomó mediciones. Un par de veces a lo largo de la tarde y de la noche informé de que no me habían tomado la temperatura. Sonrisas y poco más por respuesta, pero nadie me controló como es debido. Vamos, yo sabía que no tenía fiebre, pero me gustaría saber que pusieron en la gráfica de estado correspondiente a esas horas.
Mientras esperaba –en vano– que me tomaran pulso y temperatura seguían administrándome antibióticos: sin falta, cada cuatro horas, viales y bolsas (en tandas de hasta tres seguidas) que tardaban a veces una hora o más en vaciarse. Acababa el tercer día en el que apenas dormía de seguido dos horas, tres días de dolores aguantados en plan ‘esto es lo que hay’ y rellenas de continuas y obligadas vigilias. Sueño escaso y poco reparador con el que sin embargo debía aguantar el resto del día.
Al cabo de los días conseguí enterarme de qué antibiótico me inyectaban: cloxacilina. Algunas de las veces que me lo inyectaban dolía mucho, otras menos o casi nada. Pero cuando dolía de verdad lo hacía en serio: como si me metieran ácido por la vía. Tenía que levantar la mano para ralentizar el goteo mientras sentía cómo la vena, hasta casi más allá del codo, ardía de manera casi literal. Eso sí que era sentir fuego en las venas. Ignoraba la razón, pero parecía que las dosis más dolorosas me las administran cada doce horas, una de ellas en plena madrugada. Lo dicho, mi descanso se podía considerar casi nulo.
Las continuas bolsas y viales de productos fueron afectando mi vena y a la vía. Hasta la tarde del lunes ya me la habían cambiado dos veces: la primera para retirar esa chapuza que cometió en mi flexura el de urgencias de Valdecilla (esa matanza duró hasta la madrugada del sábado). Luego, en vista de que no podían pinchar en el brazo afectado por la infección, siguieron taladrándome en el otro. En concreto la mano izquierda: así acabé por primera vez en mi vida sabiendo qué se siente al clavarle a uno una aguja gorda en el dorso de la mano. Me tomaron una primera vía en el dorso de la mano, pero al cabo de poco tiempo demostró no ser eficaz, por lo que tuvieron que buscarme otra en esa misma mano. Un segundo pinchazo acompañado de un ‘lo siento pero voy a tener que hurgarte para conseguir alcanzar bien la vena’. Esa segunda vía funcionó muy bien y me duró hasta que llegué al H.S.C.L. Con ella aguanté como pude hasta recibir el alta.
Llegó mi primera noche en el nuevo hospital. Vaya nochecita. Mala por varios factores: la medicación me provocaba gran dolor, un enorme sueño acumulado y para acabarla de fastidiar creo que desarrollé algo de fiebre (o quizá se trataba de un efecto del cansancio y la debilidad). Todos esos factores se juntaron de tal manera que hicieron que viviera una de esas escenas extrañas que sólo le pasa a la gente como a mí: durante un buen rato tuve algo similar a un ataque de risa. ¿Por qué? Esa noche entró a mi habitación un enfermero muy alto y delgado, rostro serio y alargado que rondaba si no superaba los sesenta años, pelo corto canoso sin apenas calvas, voz grave y ademanes pausados. En mi estado sólo se me ocurrió pensar que se parecía demasiado a El Hombre Alto. La risa surgió en buena parte porque me imaginé a ese hombre deambulando por los pasillos del hospital de noche, mientras las bolas de cuchillas surcaban la oscuridad buscando víctimas. Casi me imaginé a los enanos embozados entrando a algunos cuartos para llevarse a los enfermos. Lo dicho, toda una paranoia. Al menos imaginándome todo eso me eché unas risas y me entretuve.
Pero vamos, que con o sin hombre alto, con o sin enanos deformes llevándose cuerpos a su asolada dimensión, y mucho menos con las esferas metálicas voladoras, nadie vino a tomarme el pulso ni la temperatura. Al menos hasta que se hizo de día, llegó la luz y exorcizó a El Hombre Alto y sus huestes. No le volví a ver nunca más, lo que en parte me dio algo de pena ya que le quería haber sacado una foto con el móvil.
El Martes.
Mal que bien la mañana del martes llegó: cambio de turno y ¡al fin! toma de tensión y temperatura, todo ello aderezado con nueva tanda de medicamentos y antibióticos. Por fortuna la vía de la mano aguantaba bien, recibiendo mi cuerpo todos los mejunjes sin el menor problema.
Los problemas surgirían en otro frente, el compuesto por la supuesta traumatólogo del H.S.C.L.
Mi mujer había regresado al hospital esa mañana, y no me abandonó ya el resto del tiempo, por lo que hizo de testigo de todo lo que sucedió en los siguientes días. Y acabó tan perpleja e indignada como yo.
El primero (y una de las más fuertes) de los sopapos en toda la cara llegó esa mañana del martes. A mi habitación entró una doctora (de bien entrada la cincuentena, si no ya en los sesenta, rubia y delgada, con unas gruesas gafas al estilo John Lennon) acompañada por una enfermera, la robocop (tan seria que casi parecía que se había tragado un palo). Se presentó como la doctora que iba a ver la evolución de la herida. Si dijo su nombre ni mi mujer ni yo lo oímos. Siguiendo sus órdenes la enfermera procedió a retirar los apósitos bastante abultados que había sobre la herida. Hay que decir que por la noche la herida había exudado un poco (me desperté con un reseco reguero en le pecho, una fina costra de coágulos y pus que me recorría desde el hombro hasta el centro del pecho para luego descender en dirección al ombligo, pero sin llegar al final del esternón), pero aparte de eso parecía que evolucionaba muy bien: los labios de la cicatriz ya no poseían ese preocupante tono negruzco, sino que habían cambiado a un más normal tono rojizo. La herida estaba hinchada y dolía, pero nada fuera de lo normal para una que no tenía ni siquiera cinco días (más aun cuando nos dijeron desde el primer momento que la sutura iban a hacerlo adrede fea, muy fea: montaron una sobre otra los labios de la dermis con el objetivo de que, así abierta, exudara con facilidad y sacara toda la mierda que hubiera podido quedar dentro. En resumidas cuentas: tenía un tajazo enorme y con una gruesa zona de dermis al aire. Guay). Una vez descubierta y lavada la herida la doctora procedió a evaluarla (de una forma bastante somera, todo sea dicho). Buena pinta, buena evolución, limpiar, esterilizar y volver a cubrir.
¿Listo? No, de eso nada. Aquí empieza lo divertido.
Nosotros estábamos ingresados en un hospital de Cantabria, si bien mi residencia habitual hace años que no está en esa región. Ante esa situación (nos hallábamos lejos de nuestros especialistas ‘oficiales’ y en periodo vacacional) sugerimos la idea de realizar un traslado a nuestro hospital de referencia. Vamos, que una ambulancia me llevara allí. Parece que esa sugerencia inspiró a la doctora, que empezó con el festival del humor, por decirlo de al manera. Le comentamos lo del traslado mediante ambulancia: yo ya conocía de primera mano un traslado similar, y con aquel mismo hospital de Liencres como destino, precisamente. Ante esto la mujer empezó a farfullar en contra. Pero no en contra porque mi situación médica lo impidiera, no: en contra porque no quería que partiera de ella semejante petición. Dijo que aquello no era posible. Nosotros sabíamos de sobra que sí se podía hacer: a un familiar le habían hecho eso mismo unos años atrás. Pero recordemos que estamos en el hospital que no quería recibirme el lunes por la mañana porque… porque… porque no.
Tras la primera negativa, negativa a que ella solicitara el traslado y la ambulancia, sugerimos la posibilidad de que hablaran con nuestro hospital de referencia y dicho traslado se tramitara desde allí. Tampoco la convenció la idea. Entonces, como le habíamos dicho que estábamos de vacaciones, nos preguntó que cuándo teníamos planeado regresar. Le dijimos que teníamos billetes de tren para el sábado siguiente, ante lo cual nos dijo que para esa fecha seguro que podría viajar bien. Esa fecha suponía que había transcurrido una semana justa después de una intervención de la que tenía como fruto de la misma una enorme herida supurante. Y la mujer pretendía que me metiera en un tren y me metiera en el cuerpo todo el trayecto a saber en qué condiciones.
Mostramos nuestro desacuerdo ante esa opción e insistimos en que creíamos que la mejor solución pasaba por la ambulancia. Debió ver que no nos íbamos a bajar del burro así como así, por lo que empezó a descubrirnos la realidad del juego. La ambulancia podían pedirla a nuestro hospital de referencia, pero nosotros debíamos cargar por adelantado con toda la factura. La mujer nos dijo que un traslado similar podía suponer con facilidad unos tres mil o tres mil quinientos euros. Una bagatela, vamos.
Eso si queríamos la ambulancia. Siempre estaba la opción (y aquí lo voy a poner de la manera más literal que puedo, pasado este tiempo) de ‘coger el coche y hacer todo el camino con los sueros y medicamentos en alto. Eso lo puede hacer ya mismo’. Vamos, esa ‘doctora’ de marras le decía a un paciente como yo, recién operado de gravedad de una infección (todavía sin saber cual era el bicho que se había difundido por mi cuerpo), que agarrara mi coche, me pusiera a conducir bastantes centenas de kilómetros, todo ello mientras seguía con la vía activa y recibía por ella medicamentos en vena, medicamentos que a veces me hacían retorcerme de dolor.
Y yo, educado hasta la estupidez, no la partí la boca en ese mismo instante.
La verdad era que no salté a su cuello porque me quedé anonadado, atónito ante esas palabras. ¿Qué tipo de persona era esa que me decía semejante salvajada? ¿Estaba ante un médico que ha realizado el juramento hipocrático o ante una vulgar contable? ¿Me encontraba en un hospital de la Seguridad Social, que he colaborado a mantener mes a mes con parte de mi nómina o una de esas mierdas privadas que sólo atienden a pacientes rentables? Mientras alucinaba no dejaba de cagarme en todos los muertos de esa jodida doctora. Hoy, semanas después, sigo haciéndolo.
El tono de la conversación subió un poco, nosotros diciendo que esa factura debía quedar a cargo de la Seguridad Social, ella respondiendo que primero la pagábamos nosotros y luego con ella debíamos acudir a la tesorería de la Seguridad Social de nuestra comunidad y solicitar que nos devolvieran le dinero. Y lo decía dando a entender que lo llevábamos crudo.
Por supuesto siempre podía yo irme en coche o, el sábado, en tren.
Y yo no la partí la boca. Jodida timidez, jodida educación, jodido respeto.
Con los ánimos caldeados sacamos a colación otro tema: necesitaba un papel para mi empresa. Todo indicaba que la baja se iba a prolongar más allá de mi periodo de vacaciones, por lo que necesitaba lo más pronto posible un documento que avalara mi ingreso y baja ante la empresa. Aquello parece que produjo en la ‘doctora’ perplejidad, y en buena parte me dio a entender como que ‘¿qué ridículas cosas de mortal pretenden que haga?’. Y es que a esas alturas la altanería y prepotencia que destilaban sus palabras resultaba imposible de disimular.
Otra vez: qué patada en la boca se merecía, por dios. Bajarla a ostias de ese supuesto trono al que se había subido y que se diera cuenta de que no había diferencia entre ella, doctora, y yo, paciente: todos pertenecemos, mal que nos pese, a la misma especie animal. No hay ninguno que deba estar por encima de otro.
Bueno, en cuanto al papel de marras nos dijo que al día siguiente nos lo daría, que todavía quedaba tiempo para que llegara la fecha en la que yo debía entrar a trabajar. Con esas la emperatriz senil y su mínimo cortejo salieron de mi cuarto. De nuevo nos quedamos solos mi mujer y yo, comentando la jugada llenos de irritación.
El día prosiguió con la inevitable y periódica visita de enfermeras y auxiliares para traerme y ponerme más medicinas y sueros. La toma de temperatura y presión sanguínea se normalizó, con las tres mediciones habituales en toda planta.
El dolor que uno de los medicamentos me producía se repitió, y yo seguía sin saber el porqué de ello.
Oño, que llega el Miércoles.
La monotonía de la mañana del miércoles se ve rota con la llegada, al fin, del informe de infeccioso. Nos lo cuenta una doctora de infecciosos, muy joven y peripuesta ella (casi parecía más dispuesta a ir a un desfile que a informar de un patógeno): ya se sabía qué bicho que me ha atacado. Abajo os lo presento: el interfecto responde al nombre de Estafilococo Aureo.
Con ese apellido uno diría que es algo bonito, presioso, digno de acaparar en estos tiempos de crisis. Pues sí… y no. Según nos explica la pitiminí de infecciosos nosotros, los roñosos humanos, lo acaparamos en la superficie de la piel. Vamos, que sin que lo sepamos le tenemos como inocuo vecino. Aunque lo de inocuo cambia cuando el muy hijo de puta abandona su hábitat habitual, la superficie de nuestra piel, para introducirse en nuestro cuerpo: entonces la lía, y muy gorda. Tanto como para generar una infección mortal si no se cuida con antibiótico.
Joder, qué miedo tener a ese mal nacido en la piel, podréis pensar. Pero la verdad es que resulta difícil que este malnacido se cuele en el cuerpo: tiene que encontrar no una vía de acceso, sino una autopista. Como la que encontró en mi cuerpo tras una infiltración que me realizaron a finales de junio. Por ello AVISO PARA NAVEGANTES: si te infiltran puedes acabar con una infección de caballo. No suele ser normal pero la posibilidad está ahí. Doy fe de ello con mi cicatriz.
Ale, ya he explicado el porqué acabé como acabé, con un hombro inflado como un globo, al rojo vivo, irritado y casi inmóvil. Como bien dijo el médico al verlo: ‘¡por dios! ¡De cabeza a urgencias y a operar!’. Y a la mierda la mitad de mis vacaciones.
Las buenas noticias se suceden: al tratarse de un viejo amigo de los médicos conocen de sobra cómo atajarle. El tratamiento que he seguido hasta entonces resulta perfecto para ello, por lo que durante unos días seguirá tal cual. Si todo evoluciona de buena manera con toda seguridad el podré dejar de recibir antibiótico intravenoso el viernes.
Sin embargo no todo podrían ser buenas noticias: gracias a la analítica que me encargaron en Valdecilla han encontrado algunos niveles anormales en los valores hepáticos, por lo cual me deben realizar una ecografía.
Por segunda vez en mi ingreso regresa la doctora, emperatriz senil, cuyo nombre seguimos sin conocer. En esta ocasión ha cambiado de séquito, estando acompañada en este caso por una enfermera que parece incluso humana, no como la robocop. Sin molestarse en ver mi herida, apenas se preocupa por mi evolución. Su preocupación parece centrada en saber qué vamos a hacer, si optamos por pedir el traslado, si hemos ya decidido si vamos a pagar la ambulancia, que cuándo teníamos pensado regresar a nuestra ciudad… se nos quiere quitar de encima lo más pronto posible. Eso nos queda muy claro. Molestamos. Suponemos un gasto que no quieren asumir.
Volvemos a preguntar por el documento que justifique ante mi empresa el ingreso hospitalario. La emperatriz senil dice que no lo tiene, ante lo cual le repetimos que es muy importante, sobre todo en una empresa como la mía. No le comento que nos dirigen ejecutivos tóxicos dado que a ella eso la importa un pimiento: si le preocupa más el gasto que le supongo que mi salud, como para preocuparse de los cánceres que dirigen mi empresa. Al fin nos dice que debemos pedir tal documento en la secretaría de la planta. Y con esas se va, dejando a la enfermera para que me realice la cura. Ni ha visto la evolución de la herida ni le ha preocupado lo más mínimo. Toda una profesional, vamos. Profesional de la contabilidad, se entiende, que no de la medicina.
Al fin llega el momento en el que me hacen la ecografía. Montado en la cama me llevan por pasillos y ascensores. Si a sensación de que transporten en silla de ruedas se me hizo extraña esta de ir tumbado en la cama lo supera. El H.S.C.L. tiene naturaleza universitaria, por lo que la ecografía me la realiza una interina respaldada por una titular. Hasta ahí nada anormal. Lo que me mosquea ocurre cuando me escucho como que la interina ve un bulto, quiste o algo anormal. La titular la guía para mirar de otra manera con el sensor… y en voz alta ni confirma ni desmiente nada. Yo, cansado de hospitales, sustos y tratamientos, no digo nada y sólo espero a que llegue el informe. Si hay malas noticias que me las digan con un informe médico, otro más.
Me devuelven a la habitación a seguir con el tratamiento. Ese preciso momento lo aprovecha mi mujer para acudir a la secretaría a por el papel que justifique mi ingreso con la puerta en las narices. Sale del cuarto y yo me quedo leyendo con la dolorosa medicina entrando por el condenado gotero. Al cabo de un tiempo regresa mi mujer con las manos vacías, los ojos llorosos y un cabreo descomunal: no ha logrado que la den el informe de ingreso; por el contrario se ha encontrado con que la han dado con la puerta en las narices. Ella se presentó en la secretaría donde, para casualidad, también estaba la reina. Dirigiéndose a la secretaria le explicó lo que necesitábamos. La respuesta de ésta consistió en, con malos humos, decirla que estaba muy ocupada realizando los informes de alta y que no podía atenderla. Mi mujer trató de explicar la urgencia con que necesitábamos ese papel, ante lo cual se ve que la secretaria subió el tono, diciendo que ya se haría más tarde… y en eso intervino la emperatriz senil: apoyó a la secretaria invitando a mi mujer a salir de la oficina, invitación realizada mientras agarraba el pomo de la puerta y la empezaba a cerrar. Literalmente la cerró la puerta en las narices y poco la faltó para empujarla con la hoja. Por supuesto que mi mujer no sólo regresó al borde del llanto, indignada por el trato: también marcó de por vida en su mente a la emperatriz senil. Yo, en lo que a mí se refiere, no la deseo nada malo en el resto de su vida. De su, espero, muy corta vida.
La tarde y la noche transcurrieron con la relativa normalidad de las periódicas dosis de medicamento, el dolor, los paseos por el dormitorio para evitar que acabara con un problema de circulación en las piernas (notaba que me dolían por la falta de actividad) y el tratar de dormir a trompicones, cuando podía.
El Jueves.
Para nuestra sorpresa la mañana del jueves se presenta otra doctora de infeccioso, tanto o más pitiminí que la anterior. Nos dijo que la ecografía que me habían realizado ayer no ha dado nada raro, pero que aun así me recomienda que hagan seguimiento en mi hospital de referencia. Yo seguí recordado el comentario del bulto/quiste que decían haber encontrado y ya pensé que lo que querían es deshacerse de mí, que no les supusiera un nuevo gasto. Respecto a la infección comentó que parecía que todo iba en buen camino, que de seguir igual al día siguiente dejaría el antibiótico intravenoso empezando por la mañana con el oral.
A esas alturas ya me duele toda la medicación que me ponen: unas duelen más, otras menos, pero todas duelen. Tengo la mano y parte del brazo hinchado y muy irritado. En un momento dado pido que me limpien la vía dado que el apósito que la cubre está ya bastante rojo de sangre. Para mi sorpresa la que lo cambia parece que jamás ha realizado esta operación (cambiar el apósito de una vía sin perderla), cometiendo una auténtica chapuza: lo compruebo no sólo por el aspecto raro con el que me ha dejado la vía, sino con que al rato de recibir una nueva dosis de suero parece que éste no entra con la velocidad de antes, y a veces incluso gotea por fuera. Todo parece indicar que ha dejado la cánula medio salida de la piel.
Para variar el dolor se mantiene. O incluso se intensifica.
En un momento de la mañana entra en mi cuarto una mujer rubia y regordita que no viste uniforme de personal sanitario: me hace entrega de un papel y se va, todo sonrisas. Al fin tengo el papel que justifica mi ingreso. Y de paso el nombre de la emperatriz senil: doctora Alonso. Infausta doctora, política y contable, traumatóloga Alonso.
Por la tarde pido a ver si pueden pasarme el antibiótico más diluido el suero, ya que me está destrozando el brazo. Lo hacen, pero eso implica ahora que mi brazo tarda tres horas en absolver lo que antes hacía en cosa de una hora. Aguanto porque la enfermera de la tarde me dice que esa es la última bolsa, que por la noche no me van a aplicar más, y que ya la han informado de que mañana paso a recibir todo por vía oral.
Cambian el turno, entrando el personal de la noche. Resulta que la enfermera de la noche que me toca es la misma robocop que sirvió de séquito a la reina la vez que la conocimos. Malo. La cortesana de la reina, al ver la lentitud cómo mi brazo absorbe el suero, dice que así no se puede seguir, que deben de tomarme otra vía. Nosotros no comprendemos: le explicamos que la enfermera del turno anterior nos ha dicho que ese era el último, a lo que la cortesana replica que de eso nada, que debo seguir recibiendo antibiótico intravenoso, y que ahora me debe tomar otra vía. Estudia mi brazo y lo ve que quemado que nos comunica que no puede tomarme una vía normal. Habla de tomarme un DRUM (vía central de acceso periférico) o incluso una vía mayor en el cuello. Mi mujer y yo no comprendemos nada: escasas horas atrás nos dicen que ya va acabar el tratamiento intravenoso y ahora, por el contrario, nos dicen que no sólo va a seguir sin fecha final clara, sino que además se pretende usar unos métodos más agresivos… antes de intentar tomar una vía normal.
Le explicamos a la enfermera que las dos doctoras de infecciosos han dicho que mañana ya se me pasa a oral. Dado que la vía actual (situada en la mano) parece que no da más de sí, preguntamos si no se puede poner una nueva cerca de la flexura del codo para una nueva e inesperada dosis de intravenoso (se trataría de la de las 12:00 de la noche). O incluso dejar esa última dosis y, siguiendo lo que han dicho las doctoras de infecciosos, pasar ya a vía oral. La enfermera dijo que no podía hacerse algo así, además de que ella tiene órdenes de que no se me quitara la intravenosa al menos mientas estuviera ingresado. De seguir allí se me pondría un DRUM o una vía mayor en la carótida.
Pero no se quedó en eso sólo: además dice que debería haber sido así desde un primer momento. Nos dejó muy claro que según ella toda la elección de vías que me habían hecho (las dos que ella conocía estaban en la mano) se había hecho mal, que nunca debieron tomarme ese tipo de vías periféricas, sino que de entrada se me debía haber practicado una de tipo DRUM o mayor. En otras palabras: ella estaba poniendo de incompetentes a todo el equipo de Valdecilla, a sus compañeros de Liencres que habían mantenido estas vías durante estos días e incluso a sí misma, que me vio con esa clase de vía el primer día y no hizo ni dijo nada.
Mi mujer y yo teníamos bien claro a estas alturas que querían que nos fueramos, y que la ‘amenaza’ de ponerme un DRUM o una vía carótida mientras siguiera allí tenía por única intención amedrentarme. Nosotros estallamos, ya atacando a ella, a los médicos y a la enorme falta de información entre el propio personal: no parecía de recibo que de un turno a otro cambiara de esa manera la forma de informar al paciente, ni que cómo un medico dice una cosa y otro la opuesta. ¿Qué explicación tenía que mientras unos hablan de una posible alta el viernes o el sábado, alta para poder regresar a nuestra ciudad, otros quisieran alargar el ingreso? Mientras las dos doctoras de infecciosos hablaban de empezar el viernes con el antibiótico oral esa enfermera hablaba de seguir de manera indefinida con el intravenoso. Y un intravenoso aplicado sólo con vías mayores. También le eché en cara la salvajada de una doctora le sugiriera a un recién operado, cuando apenas han pasado cuatro días tras una intervención como la mía, que cogiera el coche, suero en vena incluido, y condujera cientos de kilómetros hasta su hospital de referencia.
Iracundos, casi a gritos aunque rodara la una de la madrugada, exigimos que consultara esta situación con el traumatólogo de guardia. Eso nos reveló una nueva sorpresa: la costó, pero al final admitió que en el hospital no había ninguno de guardia. Debería llamar a Valdecilla. Así, bastante con el rabo entre las patas y consciente de que nos tenía no sólo en contra, sino que estábamos por completo indignados y dispuestos a montar un santo escándalo, salió de la habitación. Al cabo de un tiempo algo largo regresó: había hablado con el traumatólogo de guardia en Valdecilla el cual le autorizaba a posponer el antibiótico por esta noche, y que mañana empezase a recibirlo vía oral. De igual manera recibiría el alta hospitalaria esa mañana siguiente. Ya algo más calmados se lo agradecimos y la decimos a la claras que queríamos dejar este hospital.
Aquella fue la primera noche que pude dormir más o menos del tirón. Al menos en la medida que las carcajadas que nos llegaban desde el control de enfermería: debían estar jugando a las cartas y se estaban partiendo el pecho, de manera literal, con las jugadas. Las cantaban a pleno pulmón. A las dos y pico de la madrugada. Acojonante.
Al fin Viernes.
A mediodía nos visitó la emperatriz senil, la cual nos entregó la receta con el nuevo antibiótico. En torno a una hora después nos hacen entrega del alta y de todos los informes (leyendo el informe de alta descubrí que me habían mentido: no sólo me aplicaban cloxacilina sino también gentamicina, algo de lo que jamás me informaron. ¿Tanto costaba responder a las preguntas con la verdad?). Poco después de comer llegaba nuestro transporte con lo que huimos como alma que lleva el diablo.
La herida seguía necesitando curas diarias, exudaba líquido y dolía mucho. Pero lo importante era salir de ahí. Me enfrentaba a un viaje muy largo hasta mi ciudad, pero quería abandonar ese hospital en el que se me consideraba una molestia: ya no tendrán que soportar al extranjero que les gasta recursos, cama y tiempo. Al menos en mi hospital de referencia deberán tratarme sí o sí ya que estoy empadronado con ellos.
Una especie de conclusión.
¿Cómo se ha llegado a esta situación? Que los habitantes, políticos o lo que sea de Cantabria, Valdecilla y ese H.S.C. L. se defiendan como quieran, o como puedan. No voy a investigar a acerca de la situación del H.S.C. L., ni de su pasado. Sólo quiero que piensen una cosa: siempre he defendido la sanidad pública, siempre la defenderé. Pero actitudes como las que me he encontrado en el H.S.C. L. dan la razón a los que la quieren destruir: les dan argumentos para desmantelarla.
La emperatriz senil (esa infausta doctora Alonso, de traumatología) y su séquito hacen más mal que bien a la sanidad pública; o lo hacen si a todos los pacientes les maltratan como a mí. Tales ‘profesionales’ merecen trabajar en la privada, y sólo en la privada. Sí, me gustaría verla despedida de la sanidad pública.
Y no voy a poner más, que ya va un buen tocho: más de 5.700 palabras, se dice pronto.
Adiós.
PD: En mi cuenta de twitter tengo mucho mensajes enviados esos días y los siguientes. En otra ocasión los recupero y añado a esta entrada.