Hola, culebras.
Leí esta obra de Mathew G. Lewis hace ya casi quince años (lo compré recién reeditado por Círculo de Lectores en 1996), y recuerdo que me gustó, pero no del todo: su linealidad y lentitud me dejó un poco insatisfecho.
Pero eso sucedió hace 15 quince años. Ahora lo he disfrutado mucho más, de igual manera que he apreciado mejor sus defectos.
Entre lo bueno, y comparado con el anterior clásico goticoso que he leído, El castillo de Otranto, la mejoría en cuanto a estilo y forma es indudable. Lewis nos recrea una atmósfera y unas situaciones bien descritos y mejor ambientados (algo que tiene mucho más mérito si se tiene en cuenta que el autor era un veinteañero). El culmen de lo gótico se puede decir que lo encontramos en la intensa y lúgubre narración final de Inés: una magnífica ambientación de una escena por completo gótica, en la que hay numerosos detalle tétricos e incluso morbosos (la vida tras la muerte en Inés, y al revés con su bebé, la catacumba, la tortura moral mezclada con el remordimiento, la depravación de los carceleros, la podredumbre, que alcanza sus cotas máximas con las muestras de amor de la madre hacia el cadáver putrefacto de la criatura). Otra de las narraciones a destacar es la del marqués de las Cisternas: la historia de cómo llega al castillo, de lo que sucede en el mismo y posteriormente me parece por sí sólo un perfecto ejemplo de cuento gótico, cuento cuyo clímax llega en la posada con la aparición de ese supuesto judío errante, figura que a mí me recuerda más al Caín bíblico, condenado a vagar con la marca de Dios en la frente, repudiado por el resto de personas.
El relato del marqués llena gran parte de la primera mitad del libro haciendo que muchas páginas el monje, ‘supuesto’ protagonista de la novela, pase a un segundo plano. De hecho Ambrosio no destaca como centro de la misma hasta bien pasado el primer tercio de la obra. Sin embargo a partir de ese momento su figura resurge como un catalizador de la depravación… y del patetismo. Depravado porque acoge con gusto y abusa de todo lo que Matilde le ofrece; patético por la extrema facilidad que con olvida aquellos valores que le hacían parecer santo a sus congéneres. A raíz de esa dualidad Anselmo me ha recordado a dos personajes con ambos caracteres, uno malvado y otro patético. En el lado malvado a Dorian Grey, un ejemplo de la depravación enmascarada en forma de belleza o virtud; en la vertiente patética al bíblico Adán, esa figura débil y penosa que no supo obedecer la única regla de Dios, y que aparte de pecar con extrema facilidad ante la tentación de la serpiente, se permitió el lujo de acusar a Eva (que aquí es Matilde) de su error. La debilidad de Ambrosio se hace patente casi desde el primer momento, dado que el autor deja entrever el orgullo del supuesto santo. A mediados de la novela, una vez que ya ha caído en los brazos de Matilde, el autor se desdice de la supuesta santidad, pintando a Ambrosio como una persona cuya ‘pureza’ se debe a su aislamiento con respecto a la realidad fuera del convento: la virtud se consigue a través del aislamiento, y ante la presencia del mal el hombre santo cede y peca con facilidad.
Matilde en la novela no sólo hace las veces de Eva, virtud engañosa, sino de la propia serpiente del Génesis, del puente hacia la perdición. Ella, al igual que Ambrosio, posee una naturaleza dual, de maldad y patetismo. Su maldad es obvia, llevando al santo varón por el camino del crimen y la perversión; su patetismo aparece en forma de dedicación abnegada, de un servilismo hacia Ambrosio, incluso cuando éste ha dejado bien claro que la desprecia.
¿O no se trata de servilismo? ¿Matilde es una persona… o un avatar de Lucifer, un instrumento del diablo para derribar la torre de santidad que representa Ambrosio? La verdad es que Ambrosio se adentra en la espiral descendente gracias a Matilde, y la presencia de ésta junto al monje sólo sirve para acelerar ese descenso, culminando con la venta de su alma. ¿Habría caído Ambrosio sin la presencia de Matilde?
La aparición de Lucifer supone en la novela el punto álgido, y sin duda el más engañoso y tramposo (por parte del autor): en él se descubre el origen del personaje, algo que resulta fallido por la propia naturaleza la fuente. ¿Se pueden creer las palabras del señor de las mentiras? ¿Realmente la puerta se iba a abrir para liberarle (en ese detalle me gustaría saber si había leído Poe esta obra antes de escribir ‘El pozo y el péndulo‘)? ¿De verdad era hijo de quien dice Lucifer que era hijo, y hermano de quien se supone? Con Lucifer no hay manera de estar seguro… pero sin lugar a dudas de esa manera el autor se quita de encima el problema de descubrir el origen de Ambrosio.
Los protagonistas femeninos sólo están para sufrir, para padecer y (en el caso de dos de ellos) morir. Los masculinos para mostrar un aspecto aguerrido al tiempo que débil (esos desmayos y debilidades enfermizas que se suceden en cuanto se dan cuenta de los destinos de sus amadas).
Si algo que se le puede agradecer a la obra es su valentía: la manera en que no teme mentar a la iglesia y la biblia, mostrando que en su seno no todo son santos y piadosas criaturas, sino que dentro de ella cabe la perversión, la maldad y el asesinato. Si hablar así de la iglesia ahora mismo puede suponer un problema, hay que ponerse en la piel de una persona de finales del siglo XVIII, cuando la Iglesia tenía tanto poder como el estado, o más si cabe. Lewis tuvo un enorme arrojo al publicarlo. Sí, lo hizo como anónimo y no hizo público su nombre hasta que el éxito de la obra obligó a una reedición (parecido a lo que sucedió con Walpole), para obtener réditos de la misma.
Para acabar este pequeño comentario habría que hablar del ‘timing’ de la novela: en él se nota la inexperiencia del autor, así como las prisas (diez semanas) con las que la escribió. En una primera parte el autor demuestra su incapacidad de dosificar las historias, incrustándonos la de Raimundo a modo de discurso extenso, demasiado extenso (y a saber si con cierto carácter onanista). Tras esa perorata entra en acción Ambrosio y, entre sus fechorías y las desgracias que les suceden al resto de protagonistas, se habla del paso del tiempo de manera incoherente (por un lado se habla de semanas de recuperaciones, viajes y esperas, por otro los acontecimientos aparecen de forma casi lineal). Pero gracias al increscendo de la historia ese detalle se disimula sin mucho problema.
El resultado final satisface mucho más ahora en esta segunda lectura. Sin duda El monje es una obra mejorable estilísticamente, pero aun con todo una lectura muy digna, lo que la hace merecedora de un merecido ocho.
Un saludo.