Herman Melville – Moby Dick

Hola, culebras.

Este clásico de la literatura universal llevaba ya varios años rondándome, y al final ha caído. Nada de versiones edulcoradas ni resumidas: el tocho original (en español, claro). No voy a negar que el mazacote me daba un poco de miedo. Mi última experiencia con un volumen clásico de similar grosor, el Melmoth de Maturin, acabó fatal.

Pero la llamada del mar suena muy fuerte dentro de mí en estas últimas fechas, así que piqué el anzuelo y empecé con este legendario Moby Dick del norteamericano Melville.

Como suelo hacer, para no verme influenciado (incluso con estos libros clásicos) procuro no documentarme sobre ellos ni leer críticas. Así llego a ellos lo más virgen posible, lo cual siempre depara alguna que otra sorpresa.

En el caso de Moby Dick la cosa estaba algo complicado: ¿quién no conoce, aunque sólo sea por encima, la historia de Ajab y la ballena blanca, de la obsesión del capitán por matar a la bestia que le arrancó la pierna? La verdad, hay que vivir en otro planeta (o muy aislado) para ignorar el esquema argumental de esta novela. Yo, por supuesto, lo conocía. Pero en las más de ochocientas páginas debía haber mucho más que una simple historia que con unas líneas se resumía. Me imaginaba un libro similar (salvando las distancias) a El lobo de mar, o a las historias de O’Brian o Hodgson, en las que se vive la mar de los buques de vela en toda su crudeza.

¿Y qué me encontré?

Quizá la primera sorpresa parte del carácter enciclopédico, por decirlo de alguna manera, de la obra: sólo con leer la cantidad de citas con las que empieza ya uno empieza a asustarse. El acercamiento al mundo de la caza de ballenas no se hace como en una novela normal, narrando las vicisitudes y detalles de las peripecias de los tripulantes de una manera literaria. Al contrario, Melville usa capítulos enteros de puro texto didáctico (como si se tratase de un libro técnico), describiendo detalles de una quizá manera demasiado aséptica. No diré que esas partes aburren (el mayor defecto en el estilo es otro muy diferente que luego diré), pero sí que rompen la dinámica de la historia del Pequod y su tripulación.

Entre más y más textos didácticos (y luego alguno se queja de Pohl y su El mundo al final del tiempo) vemos como la historia avanza: nos presenta al protagonista, el ambiente del puerto, a Queequeg (y cómo de una manera muy decimonónica se convierte en el compañero del alma del protagonista) y al propio Pequod, junto con sus irritantes propietarios. Tras escuchar el sermón e ignorar las advertencias del profeta nos embarcados en el buque. Partimos mar adentro y perdemos de vista Nantucket. Muchas cosas, muchas páginas. Pero ¿y Ajab? ¿Dónde está la que yo creía que sería la figura principal de la obra? No tarda mucho en hacer acto de presencia: tarda demasiado. Se me hace increíble que un capitán de barco (por mucho que tenga tres oficiales) se tire encerrado esa cantidad de tiempo en su cabina, sin llegar a supervisar ni la estiba ni las maniobras de desatraque y salida a alta mar.

Más aún, el carácter tiránico y salvaje de Ajab (siempre he oído eso de ese personaje) no queda descrito por sus acciones, sino sólo por los comentarios de Ismael. Me parece triste que en semejante extensión de páginas Melville trata de describir de manera tan precisa y detallada la vida, obra y milagros de la ballena y del cachalote (así como de la profesión de cazador de esos animales) y no logre darle la debida profundidad al personaje de Ajab. Pero claro, narrar texto ‘académico’ resulta menos complicado que darle vida sobre el papel a una persona. Eso hace que nos encontremos, de manera por completo inesperada y sorprendente, ante un ‘contar más potente que el mostrar’. Una pena, la verdad.

Esa manera liviana de tratar la personalidad del capitán se acentúa en el resto de la tripulación: salgo Starbuck y Stubb (los dos oficiales principales del Pequod), el resto de la marinería apenas está dibujado. Se habla un poco de los orígenes de los tres arponeros, algo más (de nuevo en esto nos sorprende Melville) del herrero y de Pip, el negro de a bordo. Y ya.

Entre la vaguedad del tratamiento de personajes y las prolijas, a veces asfixiantes, descripciones de todo lo relativo a la caza de la ballena (esa sobreabundancia me recuerda algunos pasajes del Gordon Pym de Poe) se agradecen los encuentros con los otros barcos. Gracias a ellos leemos escenas e historias a veces muy interesantes (la del capitán Boomer, el sosias manco de Ajab), otras tan demenciales como ridículas (como el episodio de la Jeroboam y su profeta, o la Jungfrau y su capitán) o de un sencillo y crudo dramatismo (la búsqueda de la Raquel). Mención especial supone el encuentro con el derelicto apestado, casi calcado al de Poe. Si bien esas historias no suponen el peso de la novela dan muy bien una visión de esa inmensidad salpicada de dramas llamada océano.

Entre tumbos la novela avanza hacia un clímax que todos ya intuimos: el obsesivo Ajab sólo encontrará su paz, y su final, en un duelo con la ballena blanca. Con él arrastrará a una tripulación que acabará tan hechizada como él. Ese desenlace, aun estando narrado en tres episodios, se vuelve algo brusco y confuso. En él se acumulan una serie de acontecimientos que sólo nos atrevemos a calificar como extraños (sobre todo el comportamiento de la tripulación que queda a bordo del Pequod, junto a la manera en la que Ismael sobrevive) que casi se diría que enturbian la resolución final. Sin embargo un detalle, el destino de la ballena, hace que a uno le quede cierta sonrisa en los labios.

Los ‘estudiosos’ se han hecho las innumerables pajas mentales en cuanto a las referencias bíblicas (por los nombres), las implicaciones políticas y sociales (por la tripulación) y algunas otras más. Pero a mí me parece que podrían tener enorme interés el que se hubieran desarrollado con mayor profundidad los personajes y, sobre todo, las relaciones entre ellos. Pero eso no ocurre, perdido entre una cantidad desproporcionada de paja (así me atrevo a calificar gran parte de las peroratas técnicas). Tiene más mensaje La luna es una cruel amante (por citar el primero que me viene a la cabeza) o Los mercaderes del espacio (otro que me ha venido así, solo) que este Moby Dick.

Todo esto en cuanto al fondo. La forma es, nunca mejor dicho, algo aparte. Melville usa en la narración un estilo recargado, barroco, de la época, que ha envejecido muy mal. Abusa de las subordinadas de tal manera que en demasiadas ocasiones para encontrar el verbo principal y activo de la frase (y saber de qué narices habla) hay que leer líneas y líneas de condicionantes o complementos. Éste es para mí, con diferencia, el mayor defecto de la obra. Se repite una y otra vez, volviendo la lectura algo farragoso. Así se explica la existencia de versiones ‘ligeras’, sin esa enrevesada sintaxis. Si manejara mejor el inglés intentaría asomarme al texto original y saber si se debe todo a una mala traducción o a que de verdad la culpa la tiene Melville.

Otro detalle que no acabó de gustarme, y para el que no encontré una justificación clara, es el de los cambios de estilo literario: en un puñado de ocasiones se pasa de prosa literaria a otra en estilo dramático, de teatro. No vi que aportara nada concreto.

Le pongo un cinco, y me duele, pero es lo que hay: demasiadas carencias (sobre todo en el tratamiento de los personajes) para una historia de la que esperaba más, mucho más.

Adiós.

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