Hola, culebras.
Como ya dejé entrever en la anterior entrada me han tenido que intervenir (y además hacerlo de urgencia), algo que nunca antes me había sucedido. Bueno, por no haber pasado por un hospital decir que en toda mi vida lo más ‘gordo’ que he tenido ha sido un esguince. Y, claro está, la tendinitis/calcificación que ha acabado provocando esta operación. Ahora, sin comerlo ni beberlo, he acabado de cabeza en cosa de escasas horas en un quirófano, sometido a anestesia general, afectado por algo que los médicos han catalogado como muy grave. El problema tenía tal seriedad que los doctores dijeron no una sino varias veces que de haber dejado avanzar el proceso unos días más podría haber hecho peligrar mi vida (ante esto seguro que alguno que me sé babea lleno de placer y anticipación. Ajo y agua, que todavía no vas a tener la posibilidad de bailar sobre mi tumba).
Inciso: debo dar gracias a las nuevas tecnologías (como por ejemplo los reconocedores de voz incluidos en los móviles). Ellas me están permitiendo escribir todo esto, algo imposible para alguien con un brazo medio tonto y lleno de dolor. Eso y la familia que me está ayudando. Fin del inciso.
No voy a hablar en esta entrada del miedo real que he sentido en la antesala del quirófano: no deseo entrar en lo vulgar, en algo ya dicho y redicho. Tampoco voy a hablar de lo jodido que está resultando el postoperatorio ni de las secuelas que la intervención me puede dejar (por fortuna no graves pero si molestas). Aquí no he venido a llorar ni a dar pena.
Esta entrada va a tratar de mi experiencia en la sanidad pública española, y en concreto en la cántabra: para eso en ella me han operado y llevado a lo largo de en los primeros días tras la intervención.
En mi caso he de dividir mi experiencia con la sanidad pública cántabra en dos fases: una primera en el Hospital Universitario Marqués de Valdecilla (en adelante H.U.M.V.), y una segunda en el Hospital Santa Cruz de Liencres (con él usaré las siglas H.S.C.L.; qué original, sí.).
Primera fase: el Hospital Universitario Marqués de Valdecilla.
Parece mentira que he vivido durante más de quince años se puede decir que al lado de este hospital. En todos esos años apenas he entrado al mismo sólo de visita, y muy pocas veces (la vez más surrealista la originó una ex cuando trató de suicidarse. De peli, la verdad). He tenido que emigrar para, disfrutando de mis vacaciones, acabar allí intervenido. Pero la vida es así: me puedo dar con un canto en los dientes de haber sido atendido allí y no en un hospital de segunda, como por ejemplo el de Ávila.
Entré de urgencias en el H.U.M.V. a eso de la una y media de la tarde y tras una evaluación rápida en traumatología empezaron a preparar el preoperatorio. Así, tal cual. De esa experiencia apresurada y para mí por completo nueva he de destacar la dejadez y torpeza del enfermero que me atendió, el ayudante al traumatólogo de urgencias ese día, viernes 16 de agosto: un hombre cercano a los cincuenta años, más gordo que delgado, moreno y de bigote. Ese aprendiz de torturador me banderilleó el brazo para ponerme la vía con una habilidad digna de Torquemada. Siempre me han dicho que tengo venas ‘como cañones’, resultándoles a los enfermeros muy fácil encontrarme los puntos donde insertar la aguja. Hasta que llegó este tío y la cagó, algo que luego pagué en mis carnes y con una vía que funcionaba regular para mal. Con posterioridad escuché decir a otro miembro del personal médico que no consideraba normal que ante un preoperatorio pusieran me hubieran colocado la vía en la flexura del brazo y de esa manera. Porque además mi vía casi desde el primer momento sangró, indicio de lo bien que estaba colocada.
Pero debido a mi ignorancia respecto a estos temas, los nervios y la urgencia entré de esa manera al quirófano.
A las nueve y media de la noche ya estaba en esa sala aséptica que tan grande, vacía y fría se me hizo. Por suerte no había comido nada desde las diez de la mañana, con lo que no tuve que esperar mucho, sólo a que llegara el primer turno libre de operación. No voy a negar que me encontraba algo acojonado; más de una vez insistí al personal que lo mío no se trataba de amputar ni nada similar, y que el hombro dañado era el derecho (ni el izquierdo, ni las piernas ni nada, que todos hemos oído los casos de uno que entra a operarse de la mano derecha y le enredan la izquierda, con el resultado de acabar con ambas destrozadas). Máscara de oxígeno, anestesia entrando por la vía, charla intrascendente tipo ‘¿de dónde eres? ¿Qué haces aquí? ¡No jodas que estás de vacaciones!’ y Morfeo me acogió en su seno.
Luego llegó del despertar en reanimación, la asquerosa sensación de dolor y escozor que deja en la garganta la intubación recién quitada y el hambre, un hambre enorme. Eso y el mastodonte de vendaje que tenía en el hombro, un mostrenco del que surgía (como probóscide a lo Giger) un tubo conectado a un bote. El catéter estaba repleto de sangre medio coagulada, diluida con un líquido acuoso que sólo podía ser pus. El bote estaba lleno en su cuarta parte de esos fluidos que casi parecían sacados de la portada del Load.
Por supuesto, todo esto aderezado con dolor. Sordo, continuo, de intensidad media-alta si permanecía quieto y con cuchilladas agudas si intentaba moverme. Pero ya he dicho que no voy a hablar de esto. No.
Ahora quiero hablar de que el personal de traumatología y de reanimación del H.U.M.V. hizo un trabajo soberbio, estando atentos de manera constante a todos los pacientes. Como es su deber y trabajo. Al césar lo que es del césar: no voy a alabar la tarea de un médico por operar y curar a un paciente, ni a elogiar a un enfermero por cuidar y aplicar las medicinas a un convaleciente, ni a lisonjear a un auxiliar de enfermería por atender y vigilar a los enfermos. Es su tarea, han estudiado para eso y por eso se les paga. Las alabanzas, elogios y lisonjas se las merecerían personas que, sin pertenecer a esas profesiones, realizaran esas tareas. Este párrafo viene a que estoy hasta los cojones de la injustificada altivez de los médicos, individuos que en la mayoría de los casos se permiten el lujo de mirar por encima del hombro a los demás sólo porque han estudiado eso. Se ve que ellos cuidan y recolectan toda la comida que comen, se tejen la ropa que visten, construyen todo el instrumental que usan, programan todos los equipos que manejan, educan a sus hijos, vigilan por su seguridad, etc. Ah, ¿Qué no hacen eso? Pues que se bajen los humos y se coloquen en su lugar dentro de la cadena social: tienen su función pero no son más que otros.
Vale, sigo.
En el H.U.M.V. me encontré con la típica enfermera muy agradable con los enfermos pero que de tan amable dejaba sus tareas sin hacer. Incluso en un momento de la noche quedó claro que estaba haciendo puntos con una paciente que era familia de alguien con peso en la casa. Vamos, la típica pelota que espera conseguir puntos de ascenso a base de dorar píldoras: criticada por las auxiliares de su turno, censurada por sus compañeras enfermeras del turno siguiente. (De las cosas que uno se entera haciéndose el dormido debido al aburrimiento.)
También me topé con otro tipo de enfermera: una que supongo que posee una magnífica calidad profesional, pero que su trato con el paciente iguala al que dispense un estibador con los fardos que carga.
Salvo esas dos ‘divergencias’ la norma del comportamiento del personal en la reanimación no merece la menor queja. Incluso había un ente casi paranormal: el ‘House’ de la zona, un traumatólogo de origen mexicano o similar que deambulaba por entre los boxes apoyando su pierna deforme en un bastón. El chaval (mucho más joven que yo) en los más de dos días y pico que estuve en la rea debió haber realizado una guardia de 72 horas porque parecía omnipresente.
Y ahora llego al primer punto negro, de verdad negro, de lo vivido en el H.U.M.V.: estuve en la rea mucho tiempo más del que debería. Pero mucho, mucho: por lo menos 24 horas de más, ocupando un box y sin subirme a planta. Yo estaba catalogado como ‘paciente de traumatología con afección muscular’. Ese detalle, el ‘muscular’, debía suponer la diferencia clave. A los intervenidos por problemas óseos en cuanto recibían el alta en la rea les pasaban a planta, a una habitación en el propio H.U.M.V. Pero a los musculares no. ¿Por qué? En ese momento no tenía ni puñetera idea. Algo oí, como que en el H.U.M.V. no había camas para ese tipo de pacientes…
A raíz de la inexistencia de camas entramos en una de las vergüenzas del H.U.M.V.: está todavía a medio construir, y no tiene fecha para su conclusión porque no hay dinero. Empezaron hace años una reforma que supuso la demolición de un ala entera (recordemos que el H.U.M.V. es un hospital de tipo mixto: tiene tanto pabellones de altura baja y diseminados por su terreno, como dos alas de gran altura, con numerosas plantas) y a medio camino se quedaron sin fondos. Y así se quedó el hospital, empantanado y viendo cómo los presupuestos y costes para acabarlo suben y suben. Mientras tanto para basuras como el centro cultural de Botín (la soberana basura que van a hacer junto a los Jardines de Pereda) sí hay dinero. El hospital a medio hacer, los pacientes aparcados en los boxes o en los pasillos, y mientras dando el dinero fluyendo para un proyecto con el único objetivo de engrandecer el ego de un defraudador (aunque a posteriori haya ‘reparado’ el error, a saber con qué tejemanejes de por medio para salir indemna). Un defraudador dueño de toda la provincia, todos sea dicho.
Una enfermera, junto a una auxiliar, nos explicó a los pacientes que estábamos en condiciones de escucharla (que en esa zona de la rea no éramos pocos) cómo el hospital estaba degenerando. Por supuesto la palabra ‘recortes’ apareció. Recortes y mala gestión. No hay que tener una inteligencia privilegiada para comprobarlo. Vivirlo desde dentro es mucho peor porque compruebas cómo algunas cosas se mantienen más que nada por la dedicación de los profesionales que trabajan en ella. Trabajadores que con esfuerzo logran mantener el nivel de calidad que antes tenía la sanidad pública.
Pero aquí de nuevo he de hacer un inciso (de cosecha y experiencia propia, que la enfermera y la auxiliar no dijeron nada de eso) y marcar una salvedad: no todos los profesionales actúan de esa manera, desinteresada y coherente con la profesión que han escogido realizar. Por desgracia resulta muy triste comprobar como aun en estas circunstancias algunos colectivos –léase muchos médicos, por ejemplo– siguen con su egoísmo y altanería. Sólo se mueven para mantener su status y privilegios, desvinculándose de enfermeros y de la mugre (esos infraseres llamados auxiliares de enfermería y personal de base). Médicos que mantienen esa actitud altiva de ‘yo aquí, vosotros allí y debajo mío’).
Por supuesto que mientras que la enfermera y la auxiliar nos describían realidad de la sanidad pública y del H.U.M.V. nos pedían que les apoyáramos. Yo he ido ya a numerosas marchas y manifestaciones en apoyo de la sanidad pública, y seguiré haciéndolo.
Al fin llegó el lunes y con él el prometido traslado a planta. Pero no ha planta en Valdecilla, dado que allí no existían, sino al Hospital La Santa Cruz de Lierganes. De pequeño, con mis padres, había pasado varias veces al lado de ese hospital. Como crío ignorante ni me había fijado en él. De hecho pensaba que se trataba de un hospital privado, mira tú. Pero no, el H.S.C.L. es público y depende del H.U.M.V., estando en él parte de traumatología.
Mi destino. Mi destino si me querían admitir, claro.
Yo era ‘el de fuera’, ‘el foráneo’, el ‘rarito que no era de Cantabria’. Tócate los cojones: criado, educado y madurado en Santander, la que durante muchos años he considerado mi ciudad, para al cabo de los años acabar tratado en la sanidad de la ciudad como una especie de apestado. ¿Veis ahora porque detesto las nacionalidades, los patriotismos y esas mierdas territoriales? Sirven para eso: más que para unir para separar. Todos somos seres humanos iguales, no ‘cántabros’, ‘vascos’, ‘catalanes’, ‘chinos’ o ‘congoleños’. Todos sangramos sangre roja. La única nación que debemos reconocer la tenemos bajo los pies en forma de una preciosa bola de barro, una esfera achatada orbitando en el espacio a una unidad astronómica de esa estrella humilde y anodina pero nuestra llamada Sol. No hay más nación que esa.
Bueno, por ahora se acabó el alegado comunista.
A lo que iba: que me debían derivar al H.S.C.L. Pero eso si a ellos, a los responsables de ingresos del H.S.C.L., les daba la gana.
Ese turno de mañana del lunes regresó de vacaciones la enfermera jefe de reanimación de traumatología, una mujer que al parecer tiene un carácter ‘fuerte’ (me acuerdo a la perfección de la auxiliar de enfermería que repetía eso de ‘con lo bien que se estaba sin ella y sus malos humos. Es que el sólo verla ya me pone de los nervios’). Así de entrada la señora me echó la bronca por caminar por la rea sin la parte superior del pijama: a esas alturas de partido, con más de 48 horas encerrado allí, aguantando un ambiente insoportable debido a los lumbreras de climatización que o nos congelaban o nos asaban, estaba hasta los cojones del pijama. Yo jamás, jamás, visto pijama.
Pero la bronca más seria, y en la que ella tenía toda la razón, se la dedicó a la encargada de ingresos del H.S.C.L. En la rea se da la maravillosa circunstancia de que el control, y con ello los teléfonos, están dispuestos de tal manera que todos los pacientes si quieren pueden escuchar. Y yo quise hacerlo cuando me percaté de que se hablaba de los traslados al H.S.C.L. La jefa de rea le explicaba a su compañera de admisión del H.S.C.L. que en Santander había pacientes que llevaban todo el fin de semana a la espera de un ingreso: dijo que algunos ya incluso deambulaban casi con total libertad por la zona (sí, me da que hablaba de mí, del tocahuevos que sólo unas horas después de la operación –aun en la madrugada del viernes al sábado– ya estaba con energías y ánimos para escapar de la prisión, digo bajar de la cama, aunque eso supusiera dolores. No soporto estar mucho tiempo en la cama despierto). Para sorpresa de la jefa de planta (y mía también) desde el H.S.C.L. se negaban a admitirnos por la mañana, diciendo que como muy pronto lo harían por la tarde. Yo no lo entendía, y por la manera en que la jefa de planta le replicaba a la del H.S.C.L. ella tampoco. La reanimación, decía, es de manera esencial una zona de transición, de paso: cuando un intervenido da signos positivos de mejora y recuperación debe salir de ella. Y de ninguna manera se puede tener allí de manera indefinida a la gente. Más aun cuando en la planta dedicada al cuidado de esos pacientes hay habitaciones y camas libres, tal y como en el H.S.C.L. habían admitido que había.
Así estaba el tema: en la rea del H.U.M.V. había dos pacientes que llevaban casi 48 horas listos para recibir el alta, en el hospital que los debía recibir tenían cinco habitaciones vacías esa misma mañana, pero el personal de admisión de ese hospital prefería que los ingresos los realizara el turno siguiente… o en otro, pero no con ellos. La jefa de planta de la rea se puso seria, muy seria, y les dio un plazo para que le dieran una respuesta satisfactoria y colgó. Cosa de una media hora después recibía la confirmación de que nos acepaban en el H.S.C.L. Mientras esto sucedía a mí me hacían la primera cura, veía la pinta horrible del tajazo que me habían propinado, me quitaban el tubo del drenaje y me despedía de los ‘amigos’ que había hecho allí.
Por fin, rondando la una de la tarde, llegó mi ambulancia. El sanitario me llevó en la silla de ruedas hasta el vehículo. ¡Qué extraña sensación esa de que te lleven en silla de ruedas! De esa manera, más bien tarde que pronto, mi mujer (que siempre estuvo a mi lado, sirviendo de impagable apoyo) y yo partimos hacia el H.S.C.L. Allí conoceríamos la cara B de la sanidad cántabra. Si del H.U.M.V. no había tenido queja alguna, la cosa en Liérganes cambiaría. Y mucho. De blanco a negro.
Pero de eso hablaré en la parte II de esta historia. Ya he soltado mucho rollo por ahora y toca descansar.
Hasta luego.