Hola, ofidios.
Bueno, gracias a los saldos de La Factoría de Ideas (insisto en mi petición, a ver si cuela) he conseguido hacerme con unos pocos libros más del subgénero zombi y con los que ampliar mi panorama de ese recuente fenómeno. Tras un pequeño e infructuoso intento de conseguir un ejemplar ‘de servicio de prensa’ de De Madrid al zielo (libro Z de Alfonso Zamora ambientado en Madrid, algo que me llama la atención para ver si de verdad cumple lo que dije en mi anterior reseña Z, que se trata de aprovechar el tirón local, o si cumple con unos mínimos de calidad literaria y estilística) veo que voy a tener que seguir tirando de saldos y migajas para hacer mis reseñas ‘personales’. Cada vez me da más envidia (sana pero envidia al fin y al cabo) Mariano Villareal al poder conseguir novedades.
Así, mi nueva inmersión en este género ha sucedido de las manos de un autor nuevo por completo para mí, Jonathan Maberry. El autor con este Paciente cero no sólo nos sumerge en una especie de precuela del estándar del subgénero, sino que además nos introduce a su protagonista, Joe Ledger, una especie de Conan Mata Zombis del siglo XXI. De hecho el personaje le ha gustado tanto que con él ha iniciado toda una saga.
Pero en esta reseña no voy a hablar de nuevo de la manía de las sagas (o mejor dicho, de hacer sagas hasta de los manuales de elaboración de galletas) sino sólo de este libro, Paciente cero. Decir que lo que tengo entre manos pertenece al género de terror quizá suponga darle una importancia excesiva a una parte de la trama, los zombis, que casi se diría que roza lo incidental: si donde el señor pone Maberry zombis lo hubiera cambiado por bacteria asesina, gas neurotóxico o potitos cibernéticos asesinos le hubiera quedado la misma novela; o puede que mejor. Paciente cero dista mucho de ajustarse a la típica película (porque de eso puedo hablar sólo por ahora) de zombis, o siquiera de una donde el concepto Z tenga una importancia crucial pero siga otros derroteros (de nuevo hablo de la magnífica serie de comics Los muertos vivientes): estamos ante un thriller clásico con sus toques de espionaje, conspiraciones, ansias de poder y agencias secretas. No suelo leer ese género, pero creo que un Tom Clancy o Michael Crichton lo hubieran firmado con facilidad.
A ver, con esto no quiero decir el libro sea malo. Todo lo contrario, lo he leído casi sin pausa alguna, algo que no me sucedía desde hacía demasiados libros. El autor sabe engarzar las diversas escenas de acción con píldoras de tiempos semimuertos en los que más o menos se adentra tanto en los personajes como en los escenarios y situaciones ambientales. No se apresura en sumirnos en una ensalada de tiros y tampoco peca un excesivo enrevesamiento de ‘fintas en las fintas de las fintas’ (como diría Herbert), aunque quizá si cede un poco en ese terreno al final del libro. Todo el entramado se va desgranado de una manera bien calculada. Por una vez debo coincidir con una de las frases de la contraportada, esa en la que le compara con Michael Crichton: ambos autores, Crichton y Maberry, coinciden en esa manera de usar la tecnología como detonante de algo más, un ambiente de amenaza en la que los poderes fácticos gubernamentales deben implicarse de una forma más o menos sucia. Vamos, el libro encaja con la etiqueta ‘thriller tecnológico’.
Lo malo de Paciente cero lo tenemos sobre todo en que se sumerge demasiado en los estereotipos. Así, nos encontramos con un plantel de personajes por completo tópicos y nada creíbles (casi diría que de película de serie B). Un protagonista que se corresponde a la perfección con la idea de máquina de matar de alma torturada por un pasado personal terrible. En ese sentido hay que agradecer que me ha parecido entender que incluso el propio autor se lo toma a coña ese tipo de personajes: en un momento del libro menta a David Morrel, autor de Rambo; casi diría que no se pudo resistir a citar al prototipo de su protagonista. Junto a machote hay una mujer guerrera que, como no, tiene un cuerpo escultural. Ya tenemos a la Bêlit o valeria de nuestro Conan moderno. El chico bueno conoce a la mujer cañón y… ¿alguno duda de cómo iba a acabar esa relación? Pues eso. Luego pasan por delante nuestro toda una galería de rambitos y de American Dads (los robotizados y cuadriculados hasta la ridiculez miembros del Servicio Secreto estadounidense), todos supervisados por la versión ‘buena’ del jefe de Spectra, el señor Church. Cada vez que salía en escena este señor Ch. yo pensaba en otro Ch. muy al estilo, el Charlie de Los ángeles.
Eso hablando del lado de los buenos. Sus contrincantes no se libran de tópicos y exageraciones: tenemos la versión islamista del protagonista, un rambo hipermusculado y capaz de todo por su causa. Junto a él, formando la ambivalente pareja del mal, su mujer: un genio científico que ni el Bacterio, capaz de lograr un arma biológica con una soltura y facilidad digna de toda una galería premios Nobel de biología (y eso que no se dice nada de sus orígenes: supongo que en su aldea afgana debían enseñar bioquímica orgánica y diseño genético junto al abecedario). Y para acabar el ambicioso magnate de la industria médica, un re sobre todo multidisciplinar: tan pronto está orquestando un complot internacional como diseñando bases secretas o hackeando sistemas informáticos; y todo ello sin despeinarse.
Precioso y sugerente coctel de individuos.
Luego tenemos un detalle de estilo que acaba jugándole una mala pasada al autor: a lo larho del libro narra tanto en tercera como en primera persona. La tercera la usa para hablar y describir las acciones de todos los personajes, de todos menos de Joe, para el que usa la primera persona. Joe, un policía que antes ha pasado por el ejército además de revelarse como consumado experto de artes marciales, posee enormes conocimientos de armas. Así en numerosos párrafos las nombra y describe de igual manera que un crío de ahora habla de su móvil o su consola; todas ellas las describe desde esa primera persona, algo que resulta creíble gracias a su historial personal. Hasta ahí bien; lo malo llega cuando resulta que el policía–soldado–karateka incluso puede citar de memoria el modelo de motor (siglas y dígitos incluidos) de un helicóptero. ¿También tiene experiencia como mecánico de aeronaves? Ese y otros detalles de excesivo conocimiento hacen que la primera persona se vuelva muy poco creíble, mostrando a un escritor que ha perdido los papeles, nunca mejor dicho.
Aunque al héroe todopoderoso se le debe perdonar todo. Al fin y al cabo pertenece a esa estirpe de personas salvapatrias que, para mayor orgullo de ellos mismos, han nacido en la más importante, poderosa, sagrada y maravillosa nación de todos los tiempos: los insuperables EE.UU. Vamos, que sí: con el pasar de las páginas el libro empieza a apestar a ese paternalismo y ombliguismo yanqui (y yo recordando el chasco que supuso leer El texto Hercules). El mundo gira en torno a ellos. Po zí, po fale, po fueno. ¿Qué se descubre una amenaza en forma de virus capaz de eliminar a toda la raza humana? No hay problema: ellos solitos, y con una sola mano, lo solucionan. Al principio esa actitud la vemos en el jefe spectroso, algo que no encaja dado que si él es tan listo, tan adelantado a todos, tan frío y calculador, y teniendo a una colaboradora inglesa como segunda de a bordo ¿no se le ocurre pensar que la OTAN, no digo la ONU, quizá quiera saber algo de lo que ocurre? Pero el colmo del ridículo está en que un discurso similar lo pronuncian los malos: su objetivo se reduce a infestar EE.UU. y así asolar ‘el hemisferio occidental’; vamos, que Canadá y todos los otros países de América no existen. Todo ello me deja bien claro que esa cerrazón tan ‘de ellos’ tiene su origen en la propia manera de pensar del autor. Así, tenemos en manos a otro yanqui que se cree que América se reduce a EE.UU.
Jodido egocentrismo yankiloide.
Y el autor. Ah, el autor… Según la biografía que viene en el interior del libro trabaja como profesor de redacción desde 1978. Pero o bien le ha traicionado el traductor (en este caso Laura Rodríguez Gómez) o bien bastantes secciones del texto las ha dejado en manos de un becario, por lo descuidadas que están (el cambio de estilo a uno torpe, de principiante, a veces con reiteraciones casi ofensivas del condenado verbo comodín, salta a la vista). Pero por fortuna dichas partes no abundan demasiado. Lo que no le libra del escarnio: yo no querría como profesor de estilo a un tío que deja que publiquen bajo su nombre esos textos.
En definitiva, enfrentando por un lado los tópicos, los defectos puntuales del uso de la primera persona y el estilo a veces muy descuidado al argumento y trama bien cuidados a, por otro lado, el ritmo adecuado y la manera de encadenar acontecimientos bien llevada, el libro obtiene al final un veredicto positivo. Con todo ello este Paciente cero de Jonathan Maberry se lleva un 7… lo que no quiere decir que un lector aficionado, o experto, en el género de thriller le ponga una nota peor, o mucho peor.
Un saludo.