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Paul Preston – La Guerra Civil española: reacción, revolución y venganza

Hola, ofidios.

No soy nada dado a este tipo de lecturas, más que nada porque con ellas me hierve la sangre. El libro de Paul Preston llegó a mis manos a través de un préstamo y debo decir que lo agradezco mucho. Admito, no sin cierto rubor, mi relativa ignorancia con respecto a la Guerra Civil.

En mi casa de pequeño no se hablaba mucho de ella. Por parte de mi madre sólo salía el tema de que su familia durante años comió como quien dice sólo patatas: se trataba de familia de agricultores del norte de Palencia, y mi abuelo podía darse con un canto en los dientes por poseer una pequeña era donde cultivar lo justo para sobrevivir y dejar algo para unas ventas ridículas. Por parte de mi padre la cosa estuvo más complicada: mi abuela tuvo que mantener ella sola a sus cuatro hijos (que se quedaron en tres gracias a la polio en plena posguerra) pidiendo limosna por la zona de la catedral de Salamanca. Puede que Franco o incluso Serrano Suñer le arrojaran alguna perra chica mientras estaban en la ciudad dirigiendo la rebelión, o que la vieran –sentada ante el portón de la catedral, humillada– desde su ventana en el palacio episcopal.

Vamos, que provengo de familias adineradas donde las haya, de esas a las que la posguerra se les hizo un camino de rosas. Luego, cosas de la vida, voy a juntarme con una maravillosa persona cuyo abuelo materno yace (junto con otros dos de sus hermanos) en la cuneta de un camino cerca de Arenas de San Pedro. Si no recuerdo mal en ‘el de la Parra’. ¿Las razones de esas muertes? Según he entendido se debió a algo así como ‘si les mato me quedo con sus tierras’. Bueno, sí: y que alguno de ellos tenía ideas ‘no concordantes con los sublevados’. Según me dijeron iban a por uno de ellos, los encontraron juntos y dijeron eso de ‘tres por el precio de uno’. Mi suegra dice que murieron abrazados. ¿Cómo lo sabe? Seguro que lo diría en algún momento una tal ‘Levis 501’ (no estoy seguro del mote), que si no entendí mal fue uno de los que apretó el gatillo. El citado Levis por supuesto que vivió durante muchos años y muy tranquilo en el mismo pueblo, cruzándose con los huérfanos que había generado. Pero todo esto lo sé por medias conversaciones: todavía, casi ochenta años después, es un tema espinoso y molesto de hablar.

La Guerra Civil me ha desatado desde hace años algunas preguntas: ¿por qué mi abuela paterna estuvo durante años malviviendo en las calles de Salamanca, manteniendo sola a sus hijos? ¿Por qué jamás se mentó la figura de mi abuelo paterno, como si nunca hubiera existido? Mi padre ni mis tías jamás lo mencionaron. El silencio en mi familia posee tal intensidad que ni siquiera sé cómo se llama mi abuelo paterno. Lo digo en serio: mi abuelo no existe, es la mayor prueba que tengo de que se puede anular a una persona creando un vacío absoluto. ¿Se trataba de uno de esos represaliados cuya mera mención de su nombre suponía ‘problemas’? ¿Acaso mi abuelo militó en algún sindicato, o tenía ideas ‘inapropiadas’? ¿Tal terror se sembró entre mi abuela, mi padre y mis tías que incluso años después de la muerte del dictador siguió sin nombrarse su figura? La única prueba de la existencia de mi abuelo está en que tengo padre y tías, nada más. Por otro lado ¿en qué circunstancias jugaban de críos mi madre y mis tíos para llevarse a casa, como trofeo de sus correrías, vainas de obuses de artillería pesada? Una de ellas aún sigue en casa de mi madre, casi ochenta años después.

Sí, me da que la Guerra Civil ha marcado a mi familia.

Y a mí. De unos años acá pienso en esa mierda cada vez más a menudo. La culpa de ello la tiene en parte mi mujer. Me irrita sobremanera saber que su abuelo y sus tíos abuelos maternos siguen enterrados como perros sarnosos en una zanja mal cavada.

Para más inri ahora voy y leo este La Guerra Civil española: reacción, revolución y venganza. La lectura sólo me sirve para aclarar más todavía mi postura.

Antes de entrar en harina con el texto voy a decir algo: esos golpistas no eran de verdad ni católicos ni patriotas. Al contrario, sus actos sólo los pueden calificar como auténticos sepulcros blanqueados, hipócritas nada más movidos por el ansia de poder y riqueza. Si para lograr esos objetivos había que oprimir (y si hace falta matar) al igual, al hermano, se hacía. Podrán decir que ‘es que ellos quemaron iglesias y mataron curas, llevando al país a la ruina’. Su solución a esa situación (supuesta situación) supuso un genocidio de todos los que pensaban diferente. Eso en nombre de una supuesta religión que es amor. Demostraban el amor a su dios masacrando hombres y mujeres, niños y ancianos. Joder con el amor de los católicos cristianos. Por mí que se lo queden todo para ellos solos. Pero no sólo que se lo queden: ojalá el Gobierno legítimo hubiera ganado la guerra y pasado por las armas a toda la gente de esa ideología. Gente que antepone sus intereses económicos (que los morales demostraron que se los pasan por el arco del triunfo) a la vida de los otros no merece coexistir con personas pacíficas. Los cánceres se extirpan.

Ahora ya queda claro lo que pienso de Franco, Queipo de Llano, Mola y la horda de satanistas de facto que les apoyó y acató sus consignas y objetivos. Si alguno lo lee y le duele que se joda.

Al libro.

Cuando lo tomé en manos esperaba encontrar con un estudio sistemático y anotado de la Guerra Civil. En mi inocencia creía que iba a leer una descripción secuencial de lo ocurrido, con cada hecho relatado apuntado a su correspondiente referencia bibliográfica. Pero no. Preston nos presenta un texto carente de anotaciones, limitándose a narrar los hechos. Si queremos consultar las fuentes de cada acontecimiento debemos indagar en el apéndice bibliográfico final. No puedo negar que eso no me gusta nada: estoy (o mejor dicho, estaba) acostumbrado a textos técnicos con notas a pie, o referencias numeradas en el fin de la obra. Aquí no hay nada de eso. Dado que no suelo manejar este tipo de libros ignoro si se trata de una costumbre habitual o no. Ahí lo dejo, para que nadie se lleve la misma sorpresa que yo.

Otro defecto que no me ha gustado consiste en el ir y venir temporal. Tras unos pocos capítulos presentando antecedentes a la república, asá como el desarrollo de la misma, la obra se divide en lo que se podrían considerar capítulos temáticos: política interna, exteriores, tras las filas rebeldes, tras las leales, etc. En cada uno de esos capítulos recorre más o menos de inicio a fin la contienda. Eso hace que a lo largo de las páginas uno avance y retroceda en el tiempo varias decenas de veces. Llega un momento en el que cuando te da una fecha (día y mes) uno no está seguro del año al que se refiere. Mal, de nuevo mal.

Tercer defecto. Paul Preston se supone que es un historiador. No he hecho esa carrera pero creo entender que una premisa que se pide a un historiador es la de la objetividad. Historiador: el periodista del tiempo. En estos días no voy a negar la dificultad que supone el mostrarse objetivo y ajeno. Al menos el autor lo admite de entrada: se muestra partidario de la República. Bien. Tampoco hace falta mucho para eso, en vista de las atrocidades que cometieron los satanistas disfrazados de cristianos. Pero a veces se le va la mano con calificativos y expresiones (incluso interjecciones) poco menos que fuera de lugar.

Un último defecto: el estilo. Joder. Preston informa, da datos, explica situaciones, pero lamento decir que no tiene ni puta idea de escribir. Al menos en cuanto a forma literaria. Hay párrafos tan llenos de ‘seres’ y ‘mentes’ que dan vergüenza ajena. Algunas frases se vuelven farragosas, sobre todo cuando pretende escribir ‘florido’. Sé que no me he encontrado ante una novela sino que he leído un documento instructivo. Por tanto no le puedo exigir los mismos criterios de calidad estilística que por ejemplo le eché en cara al señor Miéville en su Kraken.

No tengo más faltas que poner al libro. El resto… me ha valido para conocer con más detalle esa historia que no hay que olvidar jamás. También me ha servido para descubrir el lado oscuro, y real, de muchos nombres de calles de mi infancia: Dávila, Mola, Calvo Sotelo, División Azul… Poco menos que me avergüenzo de haber vivido en ciudades que mantienen a esa bazofia en el callejero. No hay que olvidar, jamás hay que olvidar, y sobre todo esa barbarie. Pero tampoco ensalzar a asesinos (supuestos salvapatrias que en realidad masacraron a compatriotas).

Con el libro uno descubre tanto los antecedentes que llevaron a la instauración de la república como a lo que sucedió dentro de la misma: cómo la derecha, y el poder económico, se dedicaron a reventarla de todas las maneras posibles. Todo por hacer que el pueblo siguiera en la pobreza y sin derechos, y ellos reforzar los suyos..

Tras esa primer parte se describe la situación en la propia guerra, tanto en el bando rebelde como en el leal. Se habla de las patéticas luchas de poder entre anarquistas, comunistas y republicanos, de cómo esas tensiones en parte llevaron al colapso y derrota del Gobierno. En cierta manera se defiende la figura de Carrillo. Tampoco queda nada claro que él en persona diera esas órdenes, sino que da a entender que esa decisión provino del ‘el estamento dirigente’. Pero, ordenara quien lo ordenara, a mí me queda claro quién tiene la culpa de la muerte de esos miles de personas. Tiene cuatro letras en su apellido, empieza por M–O y acaba por L–A. Él sembró el terror al asegurar la presencia de los quintacolumnistas y de lo que iban a hacer. Siembra vientos… Debido a ese terror (los quintacolumnistas suponían un peligro mortal para el Gobierno) se desató la solución: unos intentaron desplazar a los posibles quintacolumnistas fuera de Madrid; otros, más directos, decidieron cortar por lo sano el problema y erradicar la amenaza. Vamos, al puro estilo de los rebeldes en su territorio, pero con todavía más argumentos para ello. De estar en el gobierno yo mismo hubiera estado casi a favor de esa matanza: no se podía permitir caer la capital por una amenaza interna; una amenaza de gente que ya había demostrado sus métodos salvajes en el territorio conquistado. Me parece de lo más gracioso que se le eche en cara a un ‘posible’  (que no seguro) instigador de las matanzas, Carrillo, cuando al mismo tiempo no se censura y ataca a todo un ejército rebelde que instrumentalizó la muerte y el terror por todo el país para someter a la población. Y eso que lo hacían en nombre de la unificación nacional y de una religión que profesa el amor. Lo dicho, sepulcros blanqueados. Sepulcros blanqueados que merecían ser demolidos hasta no dejar ni el menor rastro.

El libro prosigue con la evolución de la guerra, no dejando de lado la manera en el que los gobiernos extranjeros la afectaron. Léase por mal entendida neutralidad (que en el fondo se resumió en apoyo tácito a los rebeldes) o por intervención directa.

Tras una breve pero intensa sección final relativa esa supuesta pax franquista (una paz cimentada en el asesinado del divergente, en la degradación de sus familias y un ensalzamiento hipócrita de la religión y la patria) se entra en un extensísimo apéndice bibliográfico. Ese apéndice, todo un ensayo, no sirve para fundamentar lo dicho en la obra: no se dice ‘las fuentes de tal capítulo son éstas, la de este otro capítulo estas otras’. No, el apéndice sirve de guía de lectura para que el lector curioso se lance a investigar por sí mismo. Como objetivo me parece loable; sin embargo echo de menos esa ristra de referencias bibliográficas que sirvan de base a todo lo leído. El autor pide que tenga fe en todo lo que me ha narrado… o que me busque la vida e investigue entre todo el material que dice en ese apéndice. No me cuadra.

Habrá que seguir leyendo, de vez en cuando, más cosas sobre esa vergüenza nacional. A ser posible documentos más ricos en fuentes, fuentes citadas y glosadas.

A mí siempre me queda lo que sé de mi familia: la vaina de obús estuvo durante años en mi cuarto, y aún continúa en casa de mi madre; y el nombre de mi abuelo paterno, y toda su historia, permanece perdido en el silencio que tizna esa rama de mi familia; el abuelo de mi mujer y sus hermanos siguen ‘desaparecidos’ en alguna cuneta de Ávila.

Antes de acabar invito a leer, por indicativo del tipo de mentes que mandaban en el bando rebelde, lo siguiente:

  • Lo dicho por Queipo de Llano un 23 de julio (pág 215).
  • Las palabras del capitán Aguilera, en la página 227 de mi edición, relativas a su ‘teoría de las alcantarillas’ y la de ‘los limpiabotas’ (pág. 228).

Ahora vas y les defiendes.

Como nota final, al libro le otorgo un 6.

Adiós. Un adiós obrero y con el puño en alto.