Está visto que sigo maldito en lo que se refiere a las lecturas de género. En esta ocasión me lancé a lo que creía iba a ser una buena experiencia dado que, hasta ahora, Michael Moorcock formaba parte de mis autores preferidos (la fantasía no es plato de mi gusto, sobre todo la de toques ‘tolkeinianos’. Moorcock podría definirse como la antítesis a esa escuela, poseedor de una mala leche y un fatalismo tan crudo que hace que me encante). Gran parte de lo que ha pasado por mis manos ha sido de mi agrado: todo lo de Elric (lo he leído, releído, requeteleído, y volveré a hacerlo algún día), todo lo de Corum, todo lo de Ereköse, cuatro séptimos de lo de Hawkmoon, El libro de los mártires… Así, sin imaginarme el topetazo, empecé con este El programa final.¿Qué me he encontrado? El programa final (1968) narra las ‘andanzas’, por llamarlas de alguna manera, de Jerry Cornelius, un pijo forrado hasta las trancas, resabiondo, ambiguo, anárquico, de sexualidad indefinida. Leyendo la novela a veces me le imaginaba como una especie de Austin Powers demente. Este personajillo, al que nunca se le acaba de coger el gusto (algo nada extraño viniendo de un autor que tiene como figura principal a Elric de Melniboné), avanza erráticamente a lo largo de la novela intentando, o al menos eso se supone, promover el caos.
Sí que lo consigue, pero en el lector.
Los despropósitos se suceden: idas y venidas sin razón alguna, la aparición y desaparición de personajes a veces muy mal introducidos y luego peor llevados (destaca el sinsentido de los ‘compañeros’ de Jerry en el asalto a la casa; también la inexplicable señorita Brunner, que a lo largo de todas lectura del libro he pensado que no es más que una especie de avatar endeble de Arioco), alguna floritura estilística mal insertada (recordemos que cuando se escribió el libro estamos acabando la funesta década de los sesenta, en la que Moorcock se erigía como un abanderado, en lo que se refiere al género fantástico, de la nueva ola literaria inglesa). En definitiva, una incoherencia que no ayuda nada, pero nada, a la lectura.
No se puede negar que la novela y el estilo poseen cierta rebeldía, y sobre todo en un primer momento sorprende la forma de tratar la sexualidad, pero se echa en falta un guión, una idea, el que la novela tenga un rumbo definido. Tal es la inexistencia de esquema de la novela que más bien parece el resultado de unir dos relatos cortos (partes inicial y final del libro) con un intermedio que podríamos catalogar de ‘película pornozombie surrealista’. Eso sí, todo pegado de mala manera.
Por otro lado cabe destacar, pero en lo negativo, la traducción de la edición que dispongo (Minotauro de 1979): pésima, horrible, deleznable, con frases ni siquiera traducidas al español sino más bien ‘pasadas a nuestro idioma’, o con términos inventados. Puede que debido a ella se me haya quedado un mal sabro de boca. Dado que dispongo de la reedición que publicó la misma editorial de hace unos años (un tomo con este libro y el de Una cura para el cáncer) puede que le de una nueva oportunidad.
Pero vamos, porque es Moorcock, que si no…